E
l optimismo va a terminar por volverse un síndrome de enfermedad mental. Negación de la realidad o incapacidad de verla, da lo mismo. Sin embargo, se exige al individuo sonreír, mostrar una dentición digna de un anuncio de pasta dental. Prohibida la depresión: contra ella, ¿no hay excelentes medicinas o, en caso extremo, una temporada en una clínica níquel donde levantan la moral a cualquiera con métodos tan sofisticados y modernos?
Habría que aislarse en una celda hermética, sin contacto con el exterior, para escapar al bombardeo informativo de guerras, terrorismo, crimen organizado, tortura, epidemias, incendios, accidentes viales, enfermedades novedosas, hambrunas, violencia, en fin, todas esas imágenes, ¿insostenibles?, que son la vida cotidiana del hombre moderno.
Imágenes para nada insostenibles puesto que llegan a ser costumbre e, incluso, a aburrir: ¿quién no ha visto el derrumbe de la torres gemelas de Nueva York al menos una decena de veces? Han recorrido el planeta a lo largo y a lo ancho durante 12 años y es, sin duda, el documental, con diversas y nuevas versiones, con mayor difusión y número de espectadores.
Como si la realidad no bastara, para descansar de tanta agresión, el cine y la televisión ofrecen otras formas imaginarias de muerte, violencia y miedo. ¿Por qué limitarse al planeta, restringirse a lo visible, cuando el terror puede ser provocado por extraterrestres, hechiceros, muertos vivos y descarnados, máquinas que se rebelan y robots enloquecidos, marabunta de insectos y otros animales que atacan ciudades enteras?
No se vaya a creer que con dejar de ir al cine, apagar radio y televisor, desviar la mirada de los puestos de periódicos, los cuales desde luego se ignoran, podrá escapar a esta violencia cotidiana, real, virtual o imaginaria. Para mejor remplazar esos medios tradicionales y casi arqueológicos, ¿no existen Internet y todos los cada día más modernos aparatitos para comunicar en forma constante con los amigos, cuestión de no sentir la soledad entre el gentío, mismos aparatos que nos introducen a un sinnúmero de redes sociales y nos dan las últimas y más secretas informaciones incluso de países nunca antes escuchado su nombre? ¿Y quién sería el valeroso hombre o mujer de nuestros días dispuesto a hacerse pasar por un viejo carcamal, es decir, alguien a la vez anticuado, miserable y digno de lástima, sin su celular multifuncional?
Por fortuna, toda esa información parece no afectar mayormente al hombre moderno y libre del civilizado mundo occidental. O acaso, sin saberlo, vive ya en una celda hermética creada por él mismo. Atrincherado tras sus aparatos, la realidad se vuelve virtual. No sólo la exterior, también la suya. Se imagina libre y moderno. Condescendiente, mira desde sus alturas a los hombres del pasado, incluso el más reciente. No se diga el horror que le causan civilizaciones bárbaras donde existía la esclavitud. Le parece inimaginable una vida sin teléfono, autos, electricidad, Internet… y los drones, esos aviones tan humanitarios que evitan arriesgar la vida del piloto encargado de bombardear una población entera.
Sin amenazas infernales ni matanzas, el democrático ciudadano moderno acepta libremente las prohibiciones y se reprime él solo. Por miedo. Miedo del presente. Muy lejos, a una distancia que pareciera medirse en años luz, quedan los sueños del 68: prohibido prohibir. Miedo de perder las ventajas adquiridas
, la tan preciada salud. Pavor ante la enfermedad –¿para qué hablar del único miedo verdadero, el de la muerte, puesto que hoy se hace todo para ocultarla o, al menos, volverla higiénica?
Sin siquiera ponerlas en entredicho, el hombre libre obedece a todas las prohibiciones que aparecen día tras día en nombre de la salud. Prohibido beber. Prohibido fumar. Prohibido el azúcar, la sal, la carne, el pepino, la grasa, hacer el amor, no hacerlo, vivir, el pesimismo, morir.
Salud enfermo, ¡oh pues!, como decía el maestro Carlos Félix.
vilmafuentes22@gmail.com
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