C
orría una mañana de hace nueve años cuando llegaron a avisarle que mi hermana había muerto. Mi madre cayó sobre sus rodillas, fulminada. Yo no la vi, me lo contaron. Era su hija menor.
Muchas horas después, cuando un amigo piadoso me recogió en el aeropuerto, me acercó la foto del periódico local que mostraba el auto destrozado por un autobús suburbano. De soslayo, como en un relámpago, sólo alcancé a mirar jirones de coloridas láminas retorcidas, como si una mano enorme estrujara papeles de china. Hoy me pregunto, ¿qué hubiera hecho yo si la fotografía la hubiera tomado Enrique Metinides?
Con el siglo XX nos llegó la fotografía de los muertos. Nos trajo, en una, todas las preguntas: ¿Qué nos dice un hombre o aquella mujer cuando ya no puede decirnos nada?
Enrique Metinides inició su obra, hoy universal, cuando tenía 12 años. Su padre vivía de atender una pequeña tienda de instrumentos y materiales fotográficos y le regaló una cámara. Y le hizo la vida. Corría el año de 1946 y el periódico La Prensa vivía tiempos de esplendor. Así ocurría en todo el mundo. El viejo Gastón Gallimard contaba al final de su vida que en esa época ser propietario de Détective, revista semanal de fait divers, le permitió financiar el inicio de su Editorial Gallimard y, sobre todo, enfrentar con valentía sus pérdidas hasta que el valor de sus autores la consolidó como el icono en el que se convirtió.
La curiosidad, tenacidad e inteligencia de El Niño, como conocían a Metinides en las calles del centro de la ciudad de México, hizo que el hijo de migrantes griegos se convirtiera en el ayudante de Antonio Velázquez, El Indio, fotógrafo estrella de la nota roja de ese tiempo. Acompañándolo con su cámara de las llamadas de caja a cubrir asesinatos, choques, suicidios, accidentes laborales, visitas a la morgue, a juicios y, sobre todo, al cuarto oscuro, Metinides conoció el oficio. Pasaba horas imprimiendo sus fotos y las de sus maestros en encuadres inusitados para la época. Inició el archivo de los materiales fotográficos de La Prensa, –fue una de sus grandes obras hasta que la vio derramada, presa de las pisadas de los transeúntes y atropellada doblemente por los automóviles en Paseo de la Reforma cuando el diario cambió de propietario y llegó a las manos de su último dueño.
Pero su obra fotográfica creció con él y con los años el reconocimiento de la gente más llana de la ciudad se tornó celebración universal en galerías de alto prestigio universal. De Copenhague a Londres, de París a Nueva York, los museos y editoriales se arrebatan, textualmente, el privilegio de mostrar sus obras. El MoMA presume que adquirió una serie de sus fotos y Aperture recién publica un libro, 101 tragedies of Enrique Metinides. Frente a curiosos y admiradores que se le acercan en los más inusitados rincones del mundo Enrique Metinides, enfundado en un terno de dandy, bien cortado, elegante como caballero de otra época, continúa mirando desde la grandeza de su humildad.
En su obra, el calor del rebozo se torna, en un parpadeo, en asfixiante arma. El suéter amarillo se posa sobre el hombro, como la muestra más grande de la infinita soledad que apenas comenzaba. Subido sobre un poste de teléfonos el moderno Prometeo, con un arnés de cuero por cadena, quería llegar a comunicarnos con el sol. Me voy en ferrocarril para llegar más rápido a tus brazos, le dijo por teléfono antes de que el tren partiera con la vida de aquel que se dirigía al hogar.
La fugacidad del azar nos trae la muerte y, en este instante sólo, se adelanta a la fugacidad del momento de la fotografía. En las calles de la ciudad contemporánea la muerte parece ganarle la partida a todos los momentos.
Y el fotógrafo nos acerca a la muerte de los héroes. Enrique Metinides la invita a nuestra mesa, la sienta en el sillón de nuestra sala, la sube al autobús para que nos acompañe y así, en el momento del ensordecedor ruido del choque, soñemos con vernos en las amarillas páginas de Jaque al Crimen, de Alarma!, de La Prensa. El tiempo deja de existir para nosotros y, con curiosidad plena, en la próxima fiesta de muertos nos vemos.
Y ya hoy, en todas las fotos que conservo de mi hermana, ella está sonriendo. Así es siempre.
Para Walter y Luis, pareja ejemplar
Twitter: @cesar_moheno
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