A
l estudiar el susurro en el libro de Paul Ri-coeur, Memoria, historia y olvido (Fondo de Cultura Económica), reflexiono que el susurro es todo aquello que no puede expresarse con palabras, pero al mismo tiempo no puede permanecer en silencio.
Algo similar sucede en el cante flamenco, que todavía no es lenguaje, pero expresa intensos sentimientos. En la misma forma que sin mencionar la palabra susurro el sevillano Gustavo Adolfo Bécquer es el poeta que en verso y prosa rastrea en sus amores el sollozo materno.
Dónde quedó la primera palabra susurrada al oído: ma-má que duerme olvidada en algún rincón oscuro y acude cuando toco su resorte misterioso. Punto en que aparecen en tropel mujeres en los desvanes de la mente arrinconadas.
Extraño fenómeno del amor que al enloquecerme por algún nuevo amor abre el portón de los recuerdos en que imbricados hablan amores que pasaron por mi vida y no encuentro a la primera, cuyo único recuerdo quedó reunido en esa palabra mágica, ma-má, entre palabras y sonidos confusos en armonioso coro de voces.
Nuevas decoraciones y escenarios sustituyen a las antiguas y la magia del deseo realiza en la mente nuevos recuerdos y llega al misterio de la primera ma-má más como susurro que como palabra; más como oleaje que como sonidos. Oleaje fecundo humanizado por la fantasía. Por excelencia mágico y fantasmal. Los reflejos musicales seducen con infinitos matices. La ilusión corre por su superficie. El misterio duerme en su seno y se confunde con finuras redondeces femeninas, semejantes a las imágenes móviles de las ondas.
Siempre me ha intrigado la suprema naturalidad de la primera palabra del ser humano: ¡mamá! Inicio de la articulación de un espacio que parece como si nos pusiese en comunicación con no sé qué suerte de genealogía abstracta, que haciendo las veces de troquel imprimiera en el curso de nuestra sangre el trazado entre letra y letra, palabra y palabra, oración y oración, su intención definitoria, su característica materna imborrable.
Palabra unida a ese espacio síquico casi siempre inconsciente que atravesando las distintas capas del inconsciente penetra por su propia y energética razón de ser, transformándose en permanentes cambios, en una comunicación sin igual, en ritmos y balbuceos intensos de lo profundo con lo aparente, lo cabalístico con lo enrevesado, hasta el grado de confundir el primer ¡mamá! con el último, envueltos en una cara complicada e irreal de melancolía ancestral paradisiaca.
Y es que la mujer, la madre, y las que le siguen nos atraen pero nos confunden y complican el primer espontáneo ma-má con su palabrería, como cuando todos hablan a la vez y se produce un griterío enloquecedor en que las voces participan en él con ánimo egoísta de poder, más que de comunicar, con miedo de encontrar ese espacio de la palabra que nos confronte con el encuentro, pero también con la pérdida, la diferencia, el descubrimiento freudiano, su destino integral para ser el que se es. Lo que parece que sólo se consigue en la construcción de un espacio con la otra, la antigua, a la que se piensa tanto que ya es una en la creación de un interior pleno, reflexivo, dueño ya de perdidos y desmadres, o en el que la apariencia se deja de tomar en serio.
Magia freudiana desencadenadora de un discurso en el que el vacío de uno y el llenado del otro se tornen esenciales. Imaginación y símbolo en un espacio síquico abierto, dinámico, no doloroso, en el que en su interior hay una trama cuya verdad reside en la posibilidad de absorber las apariencias, ahí donde lo imaginario, ella en mí
, desprovista de afeites y barullo, disfrazada de nuevos cuerpos, es rencuentro con la palabra misma, símbolo de lo que fue y ya no es.
Discurso desde la madre en mí. Esa fuente inagotable de excitación, en la que lo imaginario es ternura tan ansiada y anhelada y nunca encontrada que aspira con vehemencia a su realización y se encuentra rodeada de prohibiciones que nos la impiden y nos llevan una y otra vez en busca de ese renacer provisional, siempre eterno.
Es el sicoanálisis el que dio al ser humano la posibilidad de la ternura, como creadora de espacios de palabras, a pesar de que en esa creación el sentimiento de omnipotencia del niño colmado, es arrullo materno, del ritmo madre-hijo indiferenciados, expresada y aprendida en las rupturas amorosas, como anuncio de la muerte. Naturaleza humana del deseo, que aspira a reinventar la ternura e incluso reproducirla. Ilusión que termina en desilusión, sin encontrar ese espacio en el que las instituciones puedan integrar el fracaso de sus representaciones mentales no como fallas humanas, sino de la ilusión, como parte de la misma naturaleza humana.
Ternura inalcanzable que por medio de la palabra llena ese espacio y nos relaja, determinando que esa mamá lejana se vuelva real, en la nueva, la que reinventamos a diario, tratando de reinventar el tono, ritmo, respiración, sollozo, armonía, melodía del primer ¡mamá!, cimiento de una estructura espacial en la que todo se sobrevive y se repite, en mullida y arrulladora canción del arrebato, que acontecía sin llorar, mientras lo oscuro del ser humano se agrupaba lentamente en torno de la palabra. Imagen de quietud eterna.
Voz que pronunció mi nombre, y no encuentra contraparte al primer ¡mamá! Figura desconocedora del filo de los tiempos, números y símbolos enterrados en la magia negra, pena negra, música interior, ritmo tierno, letras articuladoras de palabras en la voz lenta del niño que canta despacio creyendo ser dueño, sin serlo de ese cuarto profundo, cuarto negro, promotor de la angustia, intraducible, en el que todo se ignora y los signos son inciertos y se busca con desesperación durante toda la vida, desde ese primer ¡mamá! vital hasta el último mamá agónico, paso a la muerte irrepresentable.
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