L
a novela empezó como la hija ingrata del romance en prosa, pero el romance novelístico está vengándose en la actualidad con la supuesta muerte de la novela y con el renacimiento (bajo extraños aspectos) de la picaresca. Cervantes se burló del romance y exorcizó sus formas en el Quijote, pero desde Mark Twain hasta hoy la influencia de Cervantes ha invertido su dirección por medio de la parodia y la fantasmagoría, como la encarnada en el Caballero de la Triste Figura, hasta superar al realismo y al naturalismo dominantes.
Este grueso volumen trata acerca de cincuenta y seis novelistas y unas cien novelas, con el añadido de algunos ensayos de James Baldwin y de una pieza teatral de Oliver Goldsmith. Obras de estructura colosal, como el Ulises de Joyce o la vasta narrativa de Proust, han sido excluidas y destinadas al volumen consagrado a la épica. Lo mismo ha ocurrido, en forma inevitable, con Moby Dick, de Melville.
Ordenando mis recuerdos sobre este centenar de novelas, me descubro poniendo a Clarissa, de Samuel Richardson, en segundo lugar tras el Quijote en lo que atañe a excelencia estética. Sé que a muchos les parecerá excéntrica esta opinión, pero les ruego que lean Clarissa de punta a punta a sabiendas de que Samuel Johnson, el crítico literario más destacado de todos los tiempos, me precedió en la estimación.
Lamento haber dejado algunas novelas fuera de este libro; en especial, Mientras agonizo, de Faulkner, y La subasta del lote 49, de Pynchon, que ya recibieron intensos comentarios en mi libro Cómo leer y por qué.
El resurgimiento de los romances novelísticos a partir de Twain, pasando por Kipling y Kafka, alcanzó su primera apoteosis con D.H. Lawrence, escritor hoy absurdamente despreciado por una cruzada feminista que lo exilió de las academias del mundo de habla inglesa. En Estados Unidos, el romance novelístico dominó mediante la tríada de Scott Fitzgerald, Faulkner y Hemingway, todos ellos fuertemente influidos por Joseph Conrad.
Las hermanas Brontë conformaron su propio subgénero de novela del norte, cuyos ecos se advierten en la hermosa novela fantástica La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. Le Guin. Aun cuando Toni Morrison insiste en que está únicamente vinculada a la tradición literaria negra, su obra fusiona elementos de romance de Faulkner y Virginia Wolf.
El legado de Faulkner es muy amplio y engloba a diversas figuras, como Robert Penn Warren, Ralph Ellison, Flannery O'Connor, Gabriel García Márquez o Cormac McCarthy. Hay una línea de descendencia directa que se inicia en Moby Dick, pasa por Faulkner y llega a Meridiano de sangre, de McCarthy, que a mi juicio es una de la cuatro grandes obras narrativas de autores estadounidenses vivos junto con El teatro de Sabbath, de Philip Roth, Submundo, de Don DeLillo y Mason & Dixon, de Pynchon.
Este volumen, pese a su extensión, no pretende ser una pequeña historia del nacimiento, la vida y la muerte de la forma literaria dominante desde que Shakespeare finalizó su carrera como dramaturgo. La propia influencia de Shakespeare en la novela es consignada aquí en Jane Austen y Stendhal o en Balzac y Dickens, hasta su punto culminante con los nihilistas de Dostoievski y las tragedias bucólicas de Hardy, para luego renovarse en Wolf y Joyce, Lawrence y Beckett, Iris Murdoch y el Roth de El teatro de Sabbath.
Nadie puede vaticinar el futuro de la novela, ni siquiera decir si esta tiene futuro más allá de la forma mixta de romances tardíos. Existen, creo yo, varios candidatos al gran libro estadounidense y ninguno de ellos es rigurosamente una novela: La letra escarlata, Moby Dick, Hojas de hierba, los Ensayos de Emerson y Huckleberry Finn. Sin duda, Retrato de una dama, de Henry James, es la mejor novela escrita en Estados Unidos, pero no puede competir con las obras más poderosas del Renacimiento estadounidense.
Aunque sin premeditación de mi parte, casi un tercio de los novelistas comentados en este libro son mujeres. Si existe una sola visión temática que vincula a las diferentes tradiciones de la novela angloamericana, esta es la que llamaría la voluntad protestante
, cuyos principales ejemplos novelísticos son heroínas, no importa si creadas por mujeres o por hombres. Desde la Clarissa Harlowe de Richardson hasta las protagonistas de Austen o la Hester Prynne de Hawthorne, la línea se extiende intacta pasando por las hermanas Brontë, Hardy, James y Wharton para desembocar en E. M. Forster, Wolf y Lawrence. Puede que Toni Morrison sea el último ejemplar de una tradición que exalta, aunque aquí en forma laica, la voluntad protestante
como el derecho de la heroína a la opinión personal; sobre todo, en los vínculos de afecto con sus pares masculinos. Es probable que la voluntad protestante
y la novela estén muriendo a la vez y que aún quede por venir algo más que el renacer de una forma excéntrica de romance en prosa.
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