A
l cruzar el umbral de la puerta automática para salir del aeropuerto de Roissy, al regresar a París, sentí el latigazo de una ráfaga helada alrededor del cuello: el ramillete de tiras de cuero golpeándome el pecho a través de saco y abrigo. Había olvidado la sensación del frío. Nada se olvida tan pronto como el dolor cuando éste ha pasado, ni siquiera la sensación de placer, pensé, mientras mi cuerpo trataba de adaptarse a esa súbita inmersión en olas de viento congelado. No había vivido el suave paso del otoño al invierno que acostumbra mente y cuerpo al gélido ambiente de la agonía y la muerte del tiempo antes de su resurrección.
La exposición de quien fue uno de mis más queridos amigos, el fotógrafo Jesse Fernández, me obligó a salir de casa apenas desembarcada: antes de viajar a México hace tres meses apenas había tenido tiempo de echar un vistazo a la magnífica muestra de más de 150 piezas en el suntuoso hotel particular que alberga la Maison de l'Amérique Latine. Por fortuna, la retrospectiva se clausuraba justo el 28 de febrero.
Yo había tenido la suerte, gracias a José Luis Cuevas, de conocer a Jesse a su llegada a París, en 1976. De este año al de su fallecimiento, nos frecuentamos, en persona o por teléfono, casi a diario: la risa es un magnetismo que atrae a veces con más fuerza que la pasión. El sentido del humor de Jesse Fernández, la chispa con que me relataba sus vagabundeos nocturnos en la vieja Habana, donde quedó convertido por Cabrera Infante en uno de los personajes de Tres tristes tigres, las carcajadas que acompañaban sus descripciones de la vida en Cuba, su calidad de fotógrafo personal de Fidel Castro, su misma huída de la isla, me arrancaron la risa incluso durante su entierro en su amado cementerio Père Lachaise al escuchar la conversación entre Antonio Saura y Emil Cioran:
–Tiempo sin vernos, Emil.
–Sí, desde la incineración de Michaux.
–No tanto, la última vez fue en el entierro de Cortázar en Montparnasse.
Casi escuché la carcajada de Jesse ante los fúnebres y mundanos encuentros en los cementerios de París.
Así, mientras contemplaba los cráneos pintados por Jesse y sus fotos de escritores, artistas y personas atrapadas por su cámara en la calle, recordé las innumerables visitas que hicimos al Père Lachaise con José Luis Cuevas, quien nos hacía reír, riendo de él mismo, al burlarse de sí por su necesidad absoluta de un fotógrafo a su lado para recordar su vida… él, poseedor, al menos antes de su enclaustramiento, de una de las mejores memorias que he conocido.
Mientras José Luis buscaba sus tumbas predilectas, Jesse los bombardeaba con su cámara, las manos heladas:
–¿Cómo contarle a los cubanos, chica, el frío?
Desafío a cualquier escritor a describir el frío, no su sensación de encogimiento, semejante a las del miedo, el espanto repentino, con que el cuerpo se protege de la amenaza y el dolor.
Veo el conmovedor retrato de Borges, satisfecho, dichoso, al lado de su aristocrática madre con collar de perlas. El rostro maya, su frente abombada que continúa en su nariz sin interrupción, de Asturias. La cara fantasmal de Rulfo que emerge brumosa del más allá. La solemnidad con que posan artistas, sobre todo los escritores, con la excepción del irónico Álvaro Mutis. Corín Tellado, masculina pistolera. La mirada eternamente curiosa de Reyes. Carlos Fuentes en personaje de novela policiaca. La tan significativa imagen de Lázaro Cárdenas al lado de Fidel en 1959.
Vuelvo a escuchar el inolvidable timbre tan cubano de Jesse contándome su pánico al revelar en el cuarto oscuro los negativos y darse cuenta de que las sombras al lado de Fidel han ido desapareciendo, y pretextar una cámara arrojada desde un helicóptero que lo obliga a comprar otra en Estados Unidos, el abandono de todos sus archivos, para salvar su vida. Y, chica, yo quería a Fidel, estaba por la revolución, pero el miedo es el miedo, el miedo del que vive el poder
.
Inolvidable Jesse.
vilmafuentes22@gmail.com
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