I
dealizar la sangre siempre es riesgoso. Se le ha trivializado con efectos tan catastróficos que si hoy alguien la invoca, de volada hay que llevarse la mano a la cartera. Sobre todo si le atribuyen valores de identidad racial (la más perversa de sus mitificaciones). La única aproximación sensata dentro de los parámetros de la razón sería la hematología, rama de las ciencias médicas que la estudia con imparcialidad y, digamos, sangre fría. En las religiones ocupa un delicado lugar central, y en el caso del catolicismo, sacramental; claro, no cualquier sangre, la de Cristo (y las que se deriven). En las guerras lleva un papel estelar, fundamental en aquellas que más ensucian a la humanidad: las de limpieza étnica. La historia enseña que en otra de sus acepciones metafóricas, la sangre del pueblo ha regado los campos para abonar el mejor futuro, que unas veces lo consiguió, y otras lo puso peor.
Cuando la sangre se instala como argumento en alguna clase de nación, se atrinchera para enseguida expandirse por la fuerza, derramando en nombre de la suya la sangre de sus vecinos. El fascismo siempre es propenso a invocarla, fantasía genética, instrumento de propaganda. El siglo XX lo ilustró con atroz largueza, pero llegados al XXI, Europa y Medio Oriente no parecen vacunados lo suficiente y acechan hordas capaces de incurrir en la barbarie que en el pasado los hizo criminales o víctimas, cualquiera de las dos cosas, por orden divina.
Si conjuráramos estos fantasmas reales, se podría evocar a la sangre en términos de temperatura, figuradamente y sin intención de ofender, donde lo cálido lleve emparejada una cierta alegría del corazón (órgano fundamental para la sangre). Una vitalidad que baile y sonría. Lo que en la metrópoli yanqui generalizan como latino
, una clasificación equívoca y sin embargo reflejo de un otro, una figura gigantesca que se expande desde norte del río Bravo hasta el extremo austral: Latinoamérica. ¿Qué la hace latina? En principio, las dos lenguas romances dominantes, castellano y portugués, salpicada de variantes criollas del francés.
Ha dejado de ser un secreto la existencia de centenares de lenguas, las originarias de estas tierras, algunas aún mayoritarias en porciones territoriales significativas de la Latinoamérica continental (no en sus islas; allí los llamados indios no tuvieron para dónde correr cuando los asaltaron los europeos).
En el caldero del imperio yanqui distinguen poco al considerar latino a un mixteco, un afrodescendiente caribeño, un chicano, un quechua, un argentino de apellido vasco o ruso. Lo latino estaría delimitado vagamente por el idioma, la pigmentación de piel, ojos, cabello, y por la evidencia de que si algo tiene lo latino en común es la calidez que nórdicos, caucásicos, anglos y eslavos han sido incapaces de aprender, salvo al turistear o esclavizar pueblos al sur del corazón de las tinieblas. Sean del área musulmana en los grandes desiertos, del África subsahariana, o las Américas atormentadas por los latinos originales que llegaron a diezmar y violar en lo que hoy es un área geográfica vasta, definida, codiciada, apasionante.
La diferencian multitud de aspectos, pero algo común en los latinoamericanos es su temperatura emocional, cálida en aymaras y totonacos de las frías cordilleras, en criollos y mestizos de tierra baja, en pueblos posafricanos a lo largo de las costas atlánticas donde se produjeron, en los mestizajes de Cuba y Brasil, las encarnaciones afromestizas de más acabada hermosura. Comparten un hilo de calor que con el son del corazón recorre las músicas de nuestro subcontinente, entendido por el subcontinente del norte como latino
con base en el caduco estereotipo racial de puertorriqueños, dominicanos y cubanos entre Nueva York y Miami. Con el tiempo endilgarían la categoría demográfica a toda clase de mexicanos y por extensión centro y sudamericanos. Las populares antologías tipo Putumayo no tienen reparo en incluir por igual haitianos, argentinos, andinos, cubanos, brasileños, colombianos, texanos, venezolanos. Todo mundo entiende, y a los afectados no parece molestarles.
Tan latinoamericana es la sangre de un corrido norteño como del son jarocho, la pirecua, el palo de mayo, la cumbia, el vallenato, la cueca, el mambo, el candombe, la samba y el tango. Se han patentado con éxito etiquetas como salsa y latin jazz. Se les reparten Grammys especiales. Es la temperatura latina de la que Hollywood cuida tener su provisión, de Lupe Vélez y Dolores del Río a Zoe Saldaña, Salma Hayek o JLo.
Mitificada, mercantilizada, colonizada, la sangre latinoamericana parece existir no obstante, y quizá merced a su agradable temperatura ofrece claves para alivianar a la humanidad de su estúpido sistema económico. Pecando si se quiere de idealista, Noam Chomsky ve en la región, donde la sangre es cálida y condimentada y la tierra importa, los procesos políticos más esperanzadores del mundo actual.
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