H
ace ya un par de décadas, durante un viaje a Nueva York, decidí acercarme a Broadway e invertir disciplinadamente una noche para asistir al musical que estaba en boca de todos: Los miserables. Recuerdo con claridad que la experiencia me dejó frío e indiferente, a pesar de las intensas emociones expresadas aquella noche por la mayoría de los asistentes. A más de 20 años de distancia, para ratificar o rectificar aquella primera impresión, decidí revisitar la obra, ahora en su más reciente versión fílmica, muy aclamada, muy premiada, muy promovida. Me dejó igual o más frío que antes.
Me parece que el defecto principal de Los miserables (Tom Hooper, 2012) es que se trata de un musical con muy poca música. Al menos, con muy poca música realmente valiosa. Mientras escuchaba (en una sala cinematográfica casi vacía) las indiferentes canciones creadas por Claude-Michel Schonberg para su versión teatral de la obra de Víctor Hugo, de manera casi automática las comparaba con la riqueza melódica y la fuerza expresiva que a lo largo de los años encontré, por ejemplo, en todos los musicals de Andrew Lloyd Webber, y en otras obras destacadas del género, desde Mi bella dama y Amor sin barreras (¡detesto sus títulos en castellano!) hasta Rent y Chicago, pasando por El hombre de la Mancha, Cabaret, A chorus line, La novicia rebelde, Amadeus, Oh Calcuta y muchas otras. Ante la comparación, la música de Los miserables salió perdiendo.
Creo que otro defecto importante de la obra (desde su versión teatral) está en el hecho de que el libreto se queda la mayoría de las veces en aspectos narrativos superficiales que no hacen justicia a la profundidad de conceptos establecida por Hugo en su novela. Constantemente, los textos de las canciones aluden a una serie de convencionales resortes melodramáticos que no hacen sino rozar muy por encima la verdadera médula del texto original. (Véanse, por contraste, los interesantes análisis que se han realizado en otros medios sobre los distintos niveles de la ética de Jean Valjean, protagonista de la obra).
Y, sin duda, una de las grandes decepciones de esta versión fílmica de Los miserables está en la decisión de hacer que los actores y actrices cantaran sus roles. Ni Hugh Jackman, ni Russell Crowe, ni Anne Hathaway, ni un largo etcétera, son mínimamente verosímiles en sus intentos de cantar. Acaso, algunos momentos de Amanda Seyfried (Cosette) y Samantha Barks (Eponine) se salvan del desastre lírico. Dice la primera y más elemental regla de oro de un musical filmado que el camino a seguir es contratar actores que sepan cantar, o cantantes que sepan actuar. Ahí está, por ejemplo, el buen resultado musical del reparto de Chicago (Rob Marshall, 2002). Y si no, ¡a doblar se ha dicho! No recuerdo queja alguna sobre el hecho de que la soprano Marni Nixon haya doblado la voz de Natalie Wood en Amor sin barreras (Robert Wise, 1961) y la de Audrey Hepburn en Mi bella dama (George Cukor, 1964). En Los miserables, parte sustancial del problema es que la falta de credibilidad musical de los protagonistas afecta en cascada los demás elementos narrativos y expresivos del filme de Hooper. Tampoco ayuda mucho, por ejemplo, que otra actriz que no canta, Helena Bonham-Carter, no haga más que calcar su igualmente fallido rol en Sweeney Todd (Tim Burton. 2007), lo cual deja en el espectador atento una extraña sensación de déjà vu. En aras de un naturalismo que sí aporta algo a la autenticidad de su película, Hooper sacrificó casi por completo el aspecto musical. No creo que la hipérbole promocional, las nominaciones y los Óscares obtenidos por Los miserables alcancen a paliar su evidente pobreza musical; es bien conocida la tendencia de la Academia a meter la pata una y otra vez. Al menos, este año hay que aplaudir a los académicos el Óscar otorgado a Adele por su notable canción para el Skyfall de James Bond, en la que la cantante británica captura a la perfección el espíritu de las aventuras y desventuras del 007. Por momentos, me hizo recordar a la legendaria Shirley Bassey cantando Goldfinger o Diamonds are forever.
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