L
udovic y Jean Paul, dos muchachos recién llegados a la mayoría de edad, se dirigen al Parc des Expositions, donde tiene lugar el Salón del Libro de París desde hace varios años.
Parisienses hasta la punta de los dedos, cruzan la calle entre los automóviles como un campesino atraviesa sus sembradíos, caminan con el paso a la vez ligero y firme de quien conoce su terreno. Miran apenas a su alrededor, con la vista fija en las pantallas, uno de su tableta, el otro de su iPhon. El pelo casi a ras del cuero cabelludo encima y arriba de las orejas, último grito de la moda, jeans agujerados a la altura de una de las rodillas, aún de moda, saco de gamuza de marca Jean Paul, chamarra de piel Ludovic, clásicos de la indumentaria masculina, bufandas echadas con cuidadosa displicencia alrededor del cuello.
–Apestas a kilómetros. No sé qué diablos te echaste –Jean Paul se cubre la nariz con la punta de su bufanda.
–Agua de Armani de mi jefe.
–¿No será más bien de tu jefa? Huele a kilómetros. Te has de haber vaciado la botella. No vamos a un burdel, Ludo, vamos a un salón del libro.
–Alexandre nos dijo que la inauguración era ultraesnob. Él ya ha ido y su tía es la encargada de prensa de Seuil.
–Una de las encargadas de prensa, Ludo. Debe haber 50 en una editorial como ésa. No sé cuántos libros publican cada año. Leí las cifras en el suplemento especial de Le Monde o de Libé. No me acuerdo. O a la mejor en Google… A propósito, ¿dónde nos citamos con Alex y Anne?
–¿No fue en Seuil?
–No, precisamente Alex no quería encontrarse ni de chiste con la tía. Que nos haya pasado las invitaciones no es para que nos trace un itinerario del salón. Las agregadas de prensa siempre quieren imponer sus gustos.
–A los periodistas.
–Y a los críticos y a todo mundo. Sobre todo al pobre Alexandre.
–Mira nomás el gentío a la entrada.
La timidez y la excitación aumentan en los dos muchachos que tratan de abrirse paso entre los adultos que avanzan sin prisas.
–Apúrale, Jean Paul. No van a quedar bocadillos en ningún módulo.
–¿Viene a comer o a conocer autores? Además, Ludo, esta gente no come.
–¿Cómo que no come? Te apuesto que no queda nada si no nos apuramos. Oye, ¿tú cree que la tía de Alex lee todos los libros?
–Los que promueve, seguro.
–A la mejor nada más los hojea. Si tiene que telefonear, citarse, hacer la propaganda, qué sé yo, ¿a qué hora lee 15 o 30 libros por mes una encargada de prensa?
–Deben tener un método.
–¿Y los críticos? Porque ésos tienen que leer todo, no nomás los de una editorial.
Los jóvenes se detienen. Miran perplejos hacia todos lados sin decidir por dónde avanzar. Un laberinto cuadriculado con números y letras que no tienen sentido para ellos.
–No vamos a quedarnos aquí parados como estatuas de sal mirando hacia atrás la salida, dice Ludovic en un acceso aventurero. ¡Ah!, mira ese gentío, debe ser un escritor premio Nobel, al menos un Goncourt.
Tratan de introducirse entre la muchedumbre y los camarógrafos. Un tipo con una insignia los detiene. Circulen
. Jean Paul protesta y saca su invitación para mostrar que no se ha colado como un gorrón.
–Tengo derecho a pasar.
–Cuestión de seguridad, jovencito.
Ante su desconcierto, el hombre explica: Es el presidente Hollande
.
–¡Ah!, no es un autor –dice decepcionado.
Ludovic y Jean Paul caminan dando vueltas entre los módulos por los kilómetros de corredores. Ven gente que aparece en la televisión, presentadores, cómicos, actrices. Se dirigen al square culinaire cuando encuentran a Alex en el módulo de Actes-Sud.
–¿Cómo diablos se reconoce a un escritor? –pregunta Jean Paul. Uno de verdad, claro, no uno de ésos que salen en la televisión.
–Acaso abriendo sus libros, les dice una mujer quien los escucha sonriente. Tal vez recuerda su primer salón del libro. O a la mejor es una escritora, se murmuran Ludo y Jean Paul al oído.
La mujer ha desaparecido cuando deciden abordarla. No importa: un autor habló con ellos, cuentan eufóricos de su misión cumplida.
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