No Sólo de Pan...
S
iempre pregunto a mis alumnos y a veces a colegas ¿cómo sabe un pueblo que su territorio es suyo y no de otros? Para constatar que, hasta ahora, ninguno de ellos parece haber analizado el tema fuera de las consideraciones económicas de una historia relativamente reciente en el transcurso de la humanidad, donde el territorio de un pueblo es, sobre todo, producto del arrebato violento ejercido sobre otro pueblo.
Pero histórica y antropológicamente resulta evidente que cada pueblo reconoce como suyo el territorio donde yacen sus muertos, siendo una de las pruebas contundentes el hecho de que los pueblos nómadas viajaban con las urnas donde llevaban los restos y las sembraban sólo donde se asentaban por periodos centenarios o adonde regresaban de manera recurrente: los hallazgos arqueológicos dan cuenta de ello desde el norte de Asia al de Europa, para poner sólo un ejemplo que sea próximo a la historia de Occidente, donde ha sido desterrado el culto a los muertos, es decir, a la sabiduría y bondad ancestrales que aún predomina en las culturas aborígenes de cuatro continentes.
Ciertamente, la demografía exponencial del planeta exige la conversión de los cuerpos en cenizas que no ocupen el espacio vital de las urbes, pero hasta ahora ninguna fuerza violenta ni razonamiento lógico han podido desplazar pueblos indefinidamente, porque estos reclaman, así sea centurias más tarde (o milenios), su derecho a repoblar la tierra donde reposan sus ancestros… o al menos cerca de los restos de éstos cuando han sido cubiertos por el agua de una presa.
Esta constatación viene a cuento cuando comprobamos la existencia de una nueva tradición apoyada en otras muy antiguas, donde se expresa la necesidad de no aceptar la pérdida de un gran hombre, líder o héroe popular, es decir, no construido por los poderes fácticos, sino reconocido por el alma colectiva de un pueblo que pudo ver hechas realidad sus propias conquistas, gracias a un dirigente amigo, sensible, salido de su propio seno. No es el primer astronauta ni los Nobel, por importantes que hayan sido sus aportes para la humanidad, quienes tienen lugar en el altar de los antepasados, en ese sitio tangible que marca el ombligo de todo un pueblo, orgulloso de ser quien es sobre su propio territorio, uno no arrebatado, sino defendido por notables y anónimos de muchas generaciones.
No está de más reflexionar en la presente coyuntura sobre la tradición del embalsamamiento, recuperada por el socialismo triunfante y en ascenso de los siglos XX y XXI, comparándola con las culturas de la antigüedad que la practicaban. Porque, al menos la que esto escribe, ve en ella repetirse el rechazo a la pérdida de la esperanza. Esperanza puesta en alguien excepcional, por la fuerza, decisión y coherencia con que guiara a su pueblo hacia la recuperación de una dignidad pisoteada y la satisfacción de sus necesidades básicas. Como si la presencia física de un cuerpo pudiera impedir mejor que las descalificaciones del enemigo implanten la desmemoria en las generaciones futuras, como si este altar a la materia incorruptible pudiera evitar la vuelta a caer en la ignominia del dominio extranjero, el saqueo de la nación y el hambre del alma y del cuerpo en un pueblo sometido, porque le arrancaron sus símbolos y referencias.
Los mexicanos, que tenemos una milenaria historia de culto a nuestros muertos, el que sobrevivió a la Inquisición y vive con orgullo entre nosotros hasta el día de hoy, muchos de quienes luchamos y esperamos aún obtener el triunfo de un liderazgo que nos ayude a preservar nuestro petróleo, minas y electricidad, con estrategias globales que a la vez acaben con la pobreza, no pararíamos en construir monumentos propios de nuestra tradición ancestral indígena, a aquél que sacara de la pobreza extrema y el hambre a 11 millones de compatriotas de carne y hueso, que saneara el futuro de 20 millones de diabéticos, abriera empleos cooperativos para 50 millones de personas, impartiera educación y cultura entre y con 120 millones de habitantes, permitiendo comprender a cada uno por qué debemos defender nuestro territorio, nuestros recursos, nuestra identidad, nuestras tradiciones y nuestra ética ancestral…, por cierto, tan ajena a la corrupción y la injusticia que trajo el modelo colonial europeo.
Por todo ello y con solidaridad, decimos: compañeros, no sólo de pan viviremos, también necesitamos la memoria de la dignidad, que en esta ocasión representa un hombre al que su pueblo, justificadamente, no quiere dejar ir…
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