C
omo nunca había visto, una luna llena roja, me pareció que era la característica a destacar de Brava, pues ahí la vi y solamente ahí he visto maravilla semejante. Por ignorancia, aunque quizá también con un asomo de tentadora fantasía, o de surrealismo puro, la exclamación silenciosa que se formó en mi interior fue: ¡La luna con el sol adentro!
–y ustedes perdonarán.
De regreso a mi casa tuve la intención de consultar por cualquier vía, salvo la extrasensorial que me reservo para otro tipo de enigmas, a alguno de mis amigos científicos, pero entre que me apliqué a mis lecturas y a otros quehaceres más apremiantes, como prepararme para introducirme entre la ropa de cama, apoyar la cabeza sobre la almohada y poco a poco irme durmiendo, ya no lo hice, con el resultado de que el momento pasó, o más bien, dejé pasar el momento.
Podía haber llamado a un par de astrónomos o a un físico, mi físico de cabecera, quizá ninguno de ellos tan al alcance de la mano, y sin contar con que respeto que estén más cerca de las estrellas y el cosmos que pendientes de compartir o aclarar mis emociones, pero el conjunto, un tan especial puñado de gente de mi confianza que no me inhibiría demasiado contactar quizás a ninguno de ellos a mi antojo.
Cualquiera de ellos me habría resuelto la incógnita con conocimiento, tal vez con gusto y, eso sí, con toda exactitud, velozmente, además, como se contesta y pretende aplacarse a un niño en su primera etapa de asombro ante el universo (aun cuando éste consista apenas en su primera casa de familia). Y ahora que lo pienso, me pregunto si no los consulté porque de verdad sin darme cuenta se me fue pasando la pertinencia de la oportunidad, o si la omisión respondió a que preferí irme a dormir al menos una noche con la ilusión de haber presenciado algo extraordinario, tanto así que merecía considerarse inexplicable y, por tanto, materia que me diera para ser soñada, saboreada, a solas, en las bienvenidas tinieblas de una mejor opinión, la que me daría luz y que en consecuencia apagaría la ensoñación en la que gustosamente me disponía a esperar la llegada del amanecer. ¡Qué ilusión podía hacerme ahora un sol sin luna que lo cobijara!
Y ya que aquella visión astronómica había movido mis viejas inclinaciones a perderme en la imaginación, valía la pena dejarla ser, no tocarla, ignorar el mayor tiempo posible la causa, la explicación.
Después de ver esa luna y antes de salir de Brava, había pasado a la papelería al pie del café que, me parece, casi con plena certeza, pertenece a Clarisa Landázuri. En todo caso, es el único sitio en donde encuentro el tabloide La voz brava cuando no lo recibo subrepticiamente en casa, y la columna de Clarisa Landázuri es la única que aparece firmada, el resto son noticias o, mejor dicho, comentarios de noticias, tanto locales como mundiales que, si tienen algo en común entre ellas no es nada más que carezcan de firma, o que se impriman de manera anónima, sino, aparte y de forma muy particular, que estén amañadas, pues no se limitan a recoger la información como correspondería, sino que transmiten opiniones y éstas están distorsionadas o sujetas a una lógica propia, nacida de la desinformación, el conocimiento poco sólido y, sobre todo, la tendencia a fastidiar al lector.
Para dar un ejemplo de lo que digo, ahí, en La voz brava, fue en donde leí que es una aberración pedirle cuentas a Grecia, pues el mundo le estará en deuda permanente mientras no acabe de olvidar que la civilización debe ser la meta por excelencia a la que tender, si el hombre no ha de volver a la prehistoria, de nuevo convertido en chimpancé en vías lentas, aunque fundamentales, de empezar por desarrollar el pulgar.
Pero decía que había pasado a la papelería. Acomodaba en un sobre la impresión que me hicieron de cientos de páginas cuando irrumpió un lugareño que cargaba delante de sí una figura de barro casi de su misma estatura. Ante la insólita presencia, la empleada de inmediato se pasó la mano de la frente al ombligo y de éste a un hombro, al otro y a los labios. Acto seguido, introdujo un billete enrollado en una ranura en la base de la imagen. Sin entenderla tampoco, para caracterizar a Brava esta escena rivaliza con la de la luna roja. No he decidido cuál lo hace mejor, pero ambas la pintan como una población de la que a mí me sería imposible prescindir.
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