Hermann Bellinghausen: Sal de la Tierra

Written By Unknown on Selasa, 16 April 2013 | 15.16

H

ay zonas de un azul profundo en el aire que, en determinadas circunstancias, uno se pregunta ¿pero cómo llegué aquí? Eso precisamente le estaba ocurriendo a Baltazar esa noche bajo las estrellas en Guerrero Negro. No había luna, pero el suelo salino reflejaba un blancor en la oscuridad. Como si almacenara algo de la luz del día, ¿te acuerdas de esos despertadores de manecillas fosforescentes, esos Westclox con carátula grande y campanita? Los faros del carro venían tan cansados y turbios como los ojos de Baltazar y de Romina copilota, al detenerse ante el portal de la mina y apagarse en un clic agónico. Era muy tarde. Parecía no haber nadie. Con dulzura polvorienta cruzaron miradas, preparándose mentalmente para abandonar sus asientos al cabo de un chorro de horas en la carretera, corriendo como si los persiguieran.

El océano Pacífico, aparentemente domado, acechaba a pocos cientos de metros en la vasta muesca de las salinas, esa peculiar espina de mezcal que muestran los mapas a mitad de la península, en el extremo noroeste de México, donde los vastos territorios a veces uno ya no sabe bien a quién pertenecen. Por ese portón han de salir, dijo Baltazar refiriéndose a las caravanas, que venían a combatir, de transportadores rojos como comején acarreando una cifra obscena de toneladas de sal, a tal grado de extracción dinamitera que el equilibrio vital de esos confines se encontraba seriamente amenazado.

La brisa soplaba fuerte y fría. Bien fría. A falta de mejor suéter, Romina y Baltazar se abrazaron, y así caminaron hasta la reja de tubos que encontraron sin cadena. Empujaron. Rechinó. Una garita oscura, a la derecha, abandonada. No asomaba ni la sombra. Empujaron más hasta abrir la pesada reja, y sólo entonces se soltaron para que él metiera el carro. Ella lo abordó enseguida y se internaron sin cerrar tras ellos. Avanzaron por una brecha luminiscente que, bordeando la costa, los condujo a una rotonda de tierra fértil, especie de isla entre la arena, la sal y los codiciados minerales rojizos que flotan en la espuma estancada. Una suerte de oasis. Las construcciones de la empresa minera, apenas discernibles en la negrura, lucían vacías. Ventanas sin cortinas ni persianas. Audibles más que visibles, algunas palmeras se acariciaban a sí mismas, furiosas. Algunos arbustos. Y al centro un prado. En un formidable bed-in, un centenar de personas dormían profundamente dentro de sus sleeping bags o bajo frazadas, inmóviles y vivos, como en una instalación museográfica.

Alumbrándose con una pequeña linterna y guiados por la inercia, sacaron de la cajuela sus bolsas de dormir y caminaron entre bultos corporales, algunos roncaban, hasta un claro donde calcularon caber. Nadie se dio por despierto ni con el ruido del motor ni con los movimientos de Romina y Baltazar. Esa gente, los activistas durmientes, debían estar exhaustos. Caminaron todo el día, sepa desde dónde, bajo el mismo solazo que ellos dos rodaron en su travesía de desiertos.

Pensando en dormir, íntimamente contentos de estar al fin juntos, Baltazar y Romina se encapullaron en sus respectivos sacos, muy castos. Apenas esa mañana se habían rencontrado después de un largo tiempo. Y todo el día hablaron y rodaron.

Al firmamento le habían explotado millares de estrellas, las constelaciones se encimaban silenciosas, casi irreconocibles de tantas, reforzando con sus astillas de plata el espejo luminiscente de las salinas en la noche negro chapopote y el espeso mar reventando lento.

Romina sacó de su capullo de pluma de ganso una mano y buscó a Baltazar. Su rostro. Lo acarició. Palpó su sonrisa. Él sacó los brazos, nadó la corta distancia que los separaba, y ya antes de abrazarla besaba los labios de Romina encontrada a ciegas. Lo mismo podían tener los ojos cerrados. El deseo acumulado los abrasó repentinamente y tocándose a cuatro manos se recorrieron hacia abajo y él pronto tropezó en los senos de Romina bajo la blusa y deja tú las manos, la lengua se apresuró a probarlos. Llevaban tanto sin tocarse.

Ella alcanzó con fluidez las nalgas de Baltazar, apretó y le dijo al oído, mordiéndole el lóbulo de la oreja, quiúbole tú y su nombre de pila, que así susurrado sonaba divertido. Bajaron los zíper o estos se bajaron solos. Todos, un total de cuatro. Dos cinturones. Dos botones clave. Deje ahí, suspiró ella en acento juguetón y él por supuesto no obedeció. En medio de la sequedad universal de aquella noche, rodeados de arena, sal y frío, la cálida humedad que sintieron los dedos de Baltazar en el vértice de Romina era una exclamación de vida, y los hundió donde nadaban más delfines y más inquietos que en el océano contiguo y así, el tiempo abolido y con el mínimo indispensable de conciencia, agotaron suavemente genitales y gemidos y se quedaron dormidos, pegados del rostro. Descaradamente dormidos, hay que decir, sin acordarse de subir ninguna de las cuatro cremalleras liberadas ni dejarse ahí.


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