H
ay artistas que son su leyenda: el domingo 17 de enero de 1960 se encontró el cuerpo de un indigente muerto quizá por hipotermia en la calle de Topacio, muy cerca de la Candelaria de los patos
. En esa zona de zozobra que, desde hace años, frecuentan los destripados. Su nombre: Manuel González Serrano. Tenía entonces 43 años y era autor de más de 500 cuadros y dibujos.
El artista que había estado recluido en la granja de recuperación para enfermos mentales en San Pedro del Monte, ubicada a 12 kilómetros de León, Guanajuato; el mismo a quien según algunos se le practicó la lobotomía sin su consentimiento; el creador de paisajes metafísicos, naturalezas muertas cargadas de erotismo y una serie de autorretratos que captaron, como pocos, la decadencia y su futuro de polvo.
Su pintura sorprende porque ante la mirada del artista todo se derrumba: las construcciones del hombre, la esperanza, la vigilia, la carne. A sus pueblos se los come el abandono; a sus mujeres, la proximidad del sepulcro.
Los motivos frecuentes de los lienzos y papeles de Manuel González Serrano son el derrumbe, la caída, la meticulosa erosión que los días y los años imprimen en las cosas y en los hombres. También un erotismo que imanta su entorno: atrae o causa repulsa. Debo apuntar que en el erotismo que maneja González Serrano la derrota es su mejor victoria. Las parejas no se acoplan, los contrarios no se juntan como puede verse en la exposición La naturaleza herida que actualmente se exhibe en el Museo Mural Diego Rivera.
Si Posada hizo la crónica de la ebullición de una época con todas sus contradicciones, González Serrano es el cronista del ya no más, del no que a cada instante erosiona al mundo.
Manuel González Serrano nació en Lagos de Moreno, Jalisco, en 1917. A los nueve años conoció, de muy cerca, el levantamiento cristero: Primitivo, su abuelo, y su tío José administraron por muchos años los bienes de la Iglesia.
En 1935 su madre y su tío José huyeron de la barbarie y se instalaron en la capital del país. Los agraristas, como decían, les habían quitado todo por considerarlos, con razón, aliados seculares del clero.
González Serrano tenía entonces 15 años y lo obsesionaba la pintura. Consolidó su formación autodidacta en un México de intensa vida cultural. Artistas e intelectuales lo mismo animaban la academia que las tertulias de cantinas, bares y cafés. Son los años inmediatamente posteriores a la revista Contemporáneos; el tiempo en que surgió la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios; la época en la que Diego Rivera ya era su leyenda: había pintado los murales del Colegio de San Ildefonso, la SEP, y parte de los de Chapingo and last but not least, se había casado con Frida Kahlo.
Pero a pesar de la efervescencia cultural que se vivía, el joven González Serrano nunca se adhirió a ningún grupo, ni siquiera al de Contemporáneos, cuyas propuestas estéticas pudieron resultarle afines. Le interesó como a ellos la soledad, la muerte, el sueño. No sólo eso, también compartió el gusto de ese grupo por pintores como Dalí o Giorgio de Chirico cuya influencia, sobre todo de este último, es visible en algunos de sus cuadros.
González Serrano fue un solitario. Según Guadalupe Rivera, el artista cultivaba mariguana en una maceta de su casa. Seguramente así fue pues la cannabis aparece como vista a través de sus influjos en algunos de sus cuadros. ¿Los ideogramas o la insinuación de ellos que aparecen en otros de sus lienzos nos hablan de su interés por la cultura china? ¿Qué le atrajo? Para algunos, la heroína que se conseguía entonces en el barrio chino.
Quizá por su creciente autoaislamiento y sus cada vez más frecuentes arranques de locura no se conoce su obra como debería. Su primera exposición individual importante fue en 1943 y prácticamente pasó inadvertida. La que actualmente se exhibe es una espléndida oportunidad para acercarse a este pintor de los límites. Allí se encuentra un mapa de México que es una cartografía negra donde luz y sombra son una y la misma cosa; el revés de un cuerno de la abundancia o, mejor, un cuerno de abundancias muertas, un cúmulo de despojos, un montón de basura. Es una cartografía que señala los límites entre el sí y el no; una compota donde todo se deshace para dar lugar a otra cosa.
A lo largo de su vida, González Serrano pintó una serie de autorretratos que lamento no se incluyan en esta muestra. Muchos de ellos con el tema del Cristo vencido. Pero sus rostros no son los que recogen las estampas. Aun sin sangre, son más ásperos porque a sus Cristos los crucifica el tiempo. Son Cristos viejos, Cristos que no mueren en el madero sino en el olvido. Dan la impresión de haber sido bajados de la cruz para hacerlos deambular aquí o allá con tal de que acumulen años, soledad, olvido.
En uno de sus últimos autorretratos, González Serrano es un hombre envejecido, sin brillo en los ojos y con la mirada perdida. Parece un rostro pintado en una pared que se desmorona. ¿El artista indigente muerto en la calle de Topacio? Como sea es el artista del No, del erotismo inconcluso, del mundo que se deshace para crear otro nuevo tan parecido a este con sus sueños, sus deseos, sus miserias y calamidades.
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