S
iendo historiador dedicado a la historia de las relaciones entre Polonia y México, con una alegría y placer auténticos leí el artículo de la ampliamente conocida y estimada escritora Elena Poniatowska, titulado México: país providencial para los polacos
. Me permito, no obstante, agregar unos comentarios al susodicho texto.
Antes que nada la información sobre el inicio de la guerra me parece haber surgido de una abreviación intelectual excesiva o de un recurso de redacción erróneo. La fecha de su comienzo siempre se ha prestado a controversias y de forma distinta la fijan los españoles, los franceses, los rusos o los polacos. Para nosotros –los polacos– la guerra comenzó con la agresión alemana del 1º de septiembre de 1939, mientras el 17 de septiembre del mismo año Polonia fue invadida por la URSS. Tampoco pudieron los nazis deportar a los ciudadanos polacos de Siberia, Uzbeskistán y Kazajstán, pues aquéllos pertenecían en ese entonces a los soviéticos. Puede ser también, por supuesto, objeto de discusión la magnitud de las pérdidas humanas durante toda la Segunda Guerra Mundial, particularmente en la Europa Central y Oriental, donde en cada país vivieron, y a menudo aún viven, numerosas minorías nacionales. En Polonia, sin embargo, se habla oficialmente de la pérdida de 6 millones de ciudadanos polacos, incluidos judíos polacos. Además las experiencias de las últimas décadas en Europa demuestran que ser yugoslavo consistía más bien en la pertenencia a un Estado y no a una nación.
Me permito también ampliar cierta información ofrecida en el artículo. El acuerdo firmado en diciembre de 1942 entre el presidente de la República, el general Manuel Ávila Camacho, y el primer ministro polaco, el general Wladyslaw Sikorski, fue el único convenio de esa índole concluido por cualquier país de América Latina durante aquella guerra sangrienta. La llegada del general Sikorski a México se convirtió en la primera visita de tan alto rango en América Latina hasta aquel momento.
Con un deleite especial leí las tan verdaderas y agradables palabras sobre Henryk Stebelski, quien sin bien es verdad que debido a su debilitada vista no fue oficial del Ejército Polaco –lo cual la autora del texto tiene derecho a ignorar– fue uno de los voluntarios quienes en 1920 lucharon por la independencia de su país. Es mi convicción personal que merece que se le titule capitán, tomando en cuenta no sólo la manera en que manejó el transporte de refugiados polacos camino a Santa Rosa, pero también su dedicación a los asuntos de Polonia durante su gestión diplomática. Su persona y destino merecen un relato aparte. Sin embargo deseo añadir una minúscula corrección e indicar que los refugiados de los que se hizo cargo fueron principalmente los deportados de la Polonia ocupada por los soviéticos en el periodo entre 1939 y 1941.
También el profesor Erik Kelly –ciudadano estadunidense, quien mucho antes de la Segunda Guerra Mundial se interesaba en Polonia y le tenía una simpatía especial– es merecedor de una cobertura más amplia. Se podría al mismo tiempo prolongar la lista de los inmigrantes polacos que en México fueron capaces de logros extraordinarios, bellos y útiles, como por ejemplo el profesor Jerzy Plebanski o Jan Patula, profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.
Texto que publicamos como seguimiento de México: país providencial para los polacos
, artículo de Elena Poniatowska, el cual apareció en estas páginas el domingo 28 de julio
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