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ace días leí la historia de un caballo que me recordó la historia de otro caballo sobre el que leí hace años. Primero voy a recordar aquí la del primero de los caballos que he estado recordando.
Es la historia del caballo de Faulkner. Recuerdo que cuando leí que Faulkner no vivía en Nueva York, ni en ninguna de las ciudades de Estados Unidos más conocidas porque a los grandes escritores y los grandes esto y lo otro, que para empezar no nacieron ahí, pronto les da por vivir ahí como si la ciudad les fuera a transmitir sus gracias y esas cosas que luego los llevarían a ellos a ser grandes ellos mismos, gracias y cosas que ellos no tuvieran dentro de ellos mismos para empezar, como si esto fuera posible, cuando es sabido que este tipo de situaciones sencillamente no se da, recuerdo, digo, que me impresionó, pero al mismo tiempo me gustó enormemente que Faulkner no viviera en una de esas ciudades tan llenas de tan grandes historias, casi desde el principio de su propia historia tan llenas de historias, historias tan deslumbrantes, tan arrolladoras, que en principio ya prácticamente no les cabría otra, pero Faulkner fue listo, y no ha sido el único, tampoco, y digo que me impresionó que no viviera en Nueva York sino en otra ciudad tan sin grandes historias, que yo supiera, que ni siquiera recuerdo cuál era, simplemente vivía en otra y, aparte de su amarre decidido con la escritura, el amor y el alcohol, recuerdo que desde niño tuvo un amarre particular, y particularmente grande, con pilotear aviones (vocación y destino que llevó a dos de sus hermanos al cielo en todos sentidos, temprano en su vida, lo que introdujo y reforzó el aire de tragedia en la historia de la familia de Faulkner, como naturalmente se podría suponer que dadas las circunstancias sucediera, lo que se comprenderá) y, el segundo amarre que se sabe que Faulkner tuvo fue con montar a caballo. Amaba a los caballos, a los suyos naturalmente más.
Y la historia particular que recuerdo, y que es tan particular que no es la primera vez que la recuerdo incluso por escrito, tuvo lugar cuando Faulkner ya era todo un escritor y ya estaba casado (no recuerdo cuántas veces se casó, pero sí que todos sus amores fueron apasionados y tormentosos, y creo que para una de las esposas –¿la primera?– fue tanto así que un día caminó hacia el mar más y más, sin detenerse, hasta que el mar la fue aceptando decididamente y la fue llevando hacia su fondo hasta llevársela finalmente del todo) y una noche, mientras su esposa lo esperaba a cenar, y él montaba desde la distancia su caballo a toda prisa para llegar a casa, se cayó del caballo y la caída fue tan grave que él no se pudo levantar, del dolor y de las condiciones deshechas en que quedó por la caída. Y en este punto es en el que tuvo lugar lo que recuerdo del caballo de Faulkner, pues lo que hizo, al darse cuenta, pues no cabe duda de que se dio cuenta, es decir, hizo conciencia de lo que ocurría y procedió en consecuencia, fue que siguió camino solo, a toda prisa, redoblada, redoblada, hacia el hogar de Faulkner a avisar, a avisarle a la esposa, con relinchos y no sé con qué tantos gestos desde el lado de afuera de la cocina o de dondequiera que hubiera visto a la esposa de Faulkner que lo estaba esperando a cenar, que Faulkner había caído y que necesitaba ayuda con toda urgencia, a toda velocidad.
La segunda historia de caballos que he estado recordando en estos días también es emocionante. Ésta tuvo lugar en un hipódromo renombrado, en plena competencia renombrada, en la ciudad de Madrid hace poco, en una temporada reciente de este tipo de espectáculos. No se trataba de un caballo ganador, de modo que en un principio ninguno de los aficionados le apostaba nada. Pero en esta ocasión, el caballo una vez perdedor empezó a despertar interés en el ambiente cuando empezó a saberse que su entrenador, Roberto López, el único que siempre apostó por él, acababa de morir unas horas antes en el hospital. Mientras tanto, el caballo avanzaba y avanzaba hasta irse adelantando y adelantando, y a medida que el jinete se azoraba y que el público lanzaba clamores cada vez más grandes, el caballo fue haciendo realidad la ilusión de su entrenador de que su favorito ganara aunque él no lo viera pues, aun cuando el entrenador ya no lo vio, como en cumplimento de un pacto su caballo favorito ganó.
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