César Moheno: Vida compartida

Written By Unknown on Selasa, 22 Oktober 2013 | 15.16

H

ay libros que se pegan a la vida de uno como si fueran parte de la piel. Aparecen y comienzan a caminar a nuestro lado. Parece que se van y regresan en un reflujo que asemeja a la marea. Son parte de la conversación, del recuerdo por la noche, de los guiños del día, de la luz de los sueños, de la dura realidad, de los trabajos y las horas. Parten de momento, soltando sus amarras, y de repente regresan a la vida compartida como los amigos aquellos a los que dejas de ver por años y en cuanto estás a su lado se retoma la convivencia como si apenas ayer nos hubiéramos dejado de oír. Son entrañables. Son parte de nuestra historia. Nos acompañan siempre.

Así se pegó a mi vida Los reyes del mambo tocan canciones de amor de Óscar Hijuelos. Desde sus primeras páginas, en la edición de junio de 1990, la príncipe en español, de Ediciones Siruela, las comparsas del carnaval de mi pueblo comenzaron a resonar llegando desde la infancia que viví en calles de tierra y tardes de juegos de beisbol que no paraban nunca. El sonido del saxofón de esa comparsa que regresaba puntual, cada año, se anclaba en el ritmo del África que nos regalaba Issa Cissoko y Manu Dibango sin yo saberlo entonces. En sus páginas resonaba el recuerdo de las Lara, aquellas hermosas morenas y sinuosas cuatro hermanas que, pese a su belleza descomunal, decidieron quedarse solteras con sus hombros descubiertos mientras sudaban en el rocío de la mañana de mi barrio cultivando su patio delantero con amarillos tulipanes tropicales y con silvestres flores moradas llamadas rompeplatos. Sí, aquellas mismas Lara de cuya casa con puerta y ventanas siempre abiertas salió por vez primera para mí, y para no abandonarme nunca, la voz de Celia Cruz con la Sonora Matancera gritándole al yerberito aquel y cantándole –creía yo con toda ingenuidad– a todas las frutas del mercado de mi pueblo.

Las páginas de Óscar Hijuelos hicieron también resonar mi vida puertorriqueña guiada y acogida por Rosa Plá y doña Angélica, Isa, Jaime, Analui, Angeliquita y el gran Guillo, joyero de todos los afectos, que me hicieron familia y me llevaron a conocer las calles de Santurce, de Loísa Aldea, de Ponce y de La Perla, y a vivir las fiestas de Reyes en Rincón y Juana Díaz para adentrarme en las músicas del Caribe que es a fin de cuentas una sola que en el son se desdobla al infinito. Así supe de la plena, de la danza, de la bomba, de la tumba, que es en realidad el tambor más bailador y festivo, y del tres, que es una guitarra que en realidad tiene nueve cuerdas. En esas calles supe también de Mon Rivera, de Tite Curet Alonso y, claro, de Chano Pozo, Machito y Mario Bauzá.

Toda esa esencia del alma resonó, les digo, leyendo Los reyes del mambo tocan canciones de amor gracias a la maestría narrativa de Óscar Hijuelos, pues en su novela hizo renacer aquellos años en los que Harlem y La Habana vivían como en el matrimonio de una pareja ideal que intercambiaba ritmos, sonidos, músicos y amores. Eran los 40 y los 50 del siglo XX. Eran esos años en los que en las noches neoyorquinas se podía escuchar a Thelonious Monk y a Dizzy Gillespie en un bar y a los Afro-Cubans de Machito y Mario Bauzá en la sala de baile de casi enfrente. Eran esos mismos años, como en el de 1948, cuando en diciembre Charlie Parker toca algunas piezas de los Afro-Cubans y este encuentro entre el genio del be bop y los genios del son le dan fecha de nacimiento al jazz latino. Es la misma época grande en la que Chano Pozo llega a tocar las percusiones a Nueva York y Orestes López le pone mucho ritmo a un danzón y Arsenio Rodríguez le mete síncopas al son y los cantantes de la orquesta de Enrique Jorrín, improvisando sobre el sonido de los pies de los bailarines de su son, comienzan a cantar chachachá, chachachá y nace el ritmo que arrebata, y es esa época también en la que el que fue después el timbalero mayor, Tito Puente, inicia con su orquesta a enloquecer a los oyentes del Palladium.

Los reyes del mambo… se convirtió para mí en ese espejo que, puesto frente al de La Habana para un infante difunto y Tres tristes tigres del monumental Guillermo Cabrera Infante, unían en un lazo perfecto las playas de Nueva York y de La Habana a través del son, de la noche, y de esa especie de nostalgia de una vida que uno siempre quiso vivir y a la que sólo se puede acceder a través de los sueños que despierta la literatura. Es como vivir con la Alicia de Lewis Caroll, bailando con ella sin parar un danzón, un mambo, un chachachá mientras canta Beny Moré y toca la conga vestido de punta en blanco Chano Pozo.

Hoy se cumple el novenario de Óscar Hijuelos. Murió hace unos días, el 12 de octubre. Gracias a él, leyendo Los reyes del mambo tocan canciones de amor, supe de una vez y para siempre que el son, en sus múltiples espejos de sonidos, es la música perfecta, es la que hace escuchar los silencios. Y es que en el son la primera nota está atada al silencio que la precede y la última está ligada al silencio que la sigue. Por eso es tan sensual cuando se baila. Por eso el día de hoy, en su silencio, prendo una vela por ese gran escritor que fue Óscar Hijuelos. Ese que me regaló una vida compartida con sus Reyes del mambo. Ese libro que, como el primer día, sigue pegado a mí.

Twitter: @cesar_moheno


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