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ombre de rituales, antropólogo e historiador, Fernando Benítez ofrecía a la amada en turno un viaje de bodas tan inusitado como fabuloso, pues era a la vez un ascenso y un descenso en los tiempos. Este periplo se daba gracias a la palabra de narrador inimitable de Fernando y al lugar: la suite del último piso en el majestuoso hotel colonial situado frente a Palacio Nacional. Desde las ventanas, Benítez mostraba la vasta plaza del Zócalo reviviendo con sus palabras, capaces de hacer visibles tiempos lejanos, la historia del lugar desde sus épocas prehispánicas, la llegada de Cortés, la Independencia, la Revolución, el siglo XX. La bienaventurada elegida podía escoger compartir esa noche nupcial, Benítez acataría su decisión, con un emperador azteca, un conquistador, Hidalgo, Zapata, o Diego subido en un andamio para pintar los murales de Palacio Nacional. Si no viví la suerte de ser invitada por Fernando a ese viaje de bodas, escuché, en cambio, las confidencias coincidentes de algunas amigas cuando me relataban su literalmente histórica noche nupcial con Benítez.
En la Plaza Mayor, una de las más grandes del mundo (dos o tres se discuten este título), palpita el corazón del continente. Escuchar sus latidos nocturnos es oír las voces de los muertos. Efervescente de día, de noche respira el silencio callado de las sombras. Construida por los conquistadores sobre las ruinas del centro político-religioso de Tenochtitlán, tuvo el nombre de Plaza de las Ánimas, el Zócalo es un sitio histórico y literario. Lugar ineludible para un novelista de la ciudad, todos los caminos llevan a él, todas las calles de la ciudad emanan, de una u otra manera, de esa plaza. Polo magnético de la vida en la capital mexicana, el Zócalo es el centro, más que simbólico, del poder, rodeado al norte por la Catedral, al oriente por el Palacio Nacional, al sur por la sede del gobierno de la capital. En uno de sus ángulos, las ruinas del Templo Mayor azteca; en otro, la Suprema Corte de Justicia.
Hoy día, el Zócalo (su nombre proviene del bloque de mármol de dos metros y medio de alto que debía servir de zoclo a la columna de la Independencia) es lugar de las manifestaciones más diversas: mítines, desfiles, conmemoraciones, actos deportivos y culturales.
Ningún decorado más bello para acoger una feria del libro. A diferencia de los gigantescos e impersonales hangares donde tienen lugar actos similares, como la de Frankfurt o el Salón del Libro de París, la Feria Internacional del Libro en el Zócalo goza de una escenografía excepcional. El libro está ahí en su casa. Y más cuando hablan de la ciudad de México, ensayos, poemas, novelas…
La feria del Zócalo, cuyo acceso es gratuito a diferencia de otros encuentros similares en Europa, e incluso en México, posee aún una característica que ha ido haciéndose rara en estas manifestaciones gigantescas: el autor todavía existe. Se sigue hablando, fenómeno hoy extraño, del contenido de los libros, de literatura. Cuando se habla, por ejemplo de la Feria de Frankfurt o del Salón del libro de París, se habla de metros cuadrados, número de editores presentes, de volúmenes expuestos, de cifras de negocios. Agentes y grandes casas de edición son los protagonistas, los autores y los libros son simples objetos comerciales. Tal autor vale tanto, tal libro alcanza la cifra de millones de dólares o euros, sus derechos de publicación peleados en esta venta pública entre editores y agentes literarios.
Pospuesta unos días a causa del acopio de víveres para las víctimas de las inundaciones, ¿quién podría desolidarizarse de esta causa, y menos que nadie los escritores que se pretenden reflejo de la realidad?, la feria es una incitación a la lectura para todos.
Una emoción me sobrecoge cuando veo desde el avión la ciudad de México. Vengo a mi ciudad o mi ciudad
(verso de Efraín Huerta) para participar en la feria con Calzada de los misterios, novela sobre una niña que crece junto con su ciudad.
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