C
omo un celaje apareció el sombrero de don Juan Amado Soto por las calles de la ciudad de México hace unos 107 días. Don Amado, como le dicen en Angahuan, su pueblo del bosque, llegó al Museo Nacional de Antropología desde la meseta michoacana para restaurar el solar purépecha que allí se exhibe desde hace casi medio siglo. Como todo lo que se hace en los parajes de su pueblo, para realizar esta tarea se hizo acompañar de la gente de su comunidad, pues ella es su eje: palabra y universo, emblema de la pervivencia de la vida que permite transmitir la memoria de las mujeres y los hombres que comparten los signos de su vida en común.
Mientras trabajaba en la troje del patio del museo, don Amado recordó que cuando llegó a cumplir siete años su abuelo le regaló su primer sombrero y su padrino de bautizo otro. El del abuelo le gustaba más y quizá por eso perdió el de su padrino. Siempre soñó con ese momento. A partir de ese regalo no sólo trabajaría en el patio de su casa ayudando con los animales y con el agua. A fuerza de escucharlo cada día, sabía que con el sombrero su vida cambiaría. Ya podría sentir crujir bajo sus pies las barbas de los pinos, las hojas de los oyameles y oler el aire de los encinos. Ya podría vivir en función de los tiempos del bosque.
Él lo supo siempre. Relacionarse con el bosque es conocer la raíz y el ritmo de la vida y de sus costumbres. Después de recoger la leña y aprender a amarrarla en cuerdas para cargarla por la espalda, supo aparejar los trozos a los animales y aprendió a manejar el hacha. Ella sería su compañera fiel durante tantos años. Con ella en sus manos el bosque se convertiría en la principal fuente de sus herramientas. Ellos tres juntos podían crear las palas para los chiqueros; las cucharas, las bateas y todos los utensilios para la cocina; las guarócutas, que son bastones especiales para un juego de niños; los palos y garabatos para las cinchas de los arrieros; el carbón y, sobre todo, los arados y las trojes.
De tiempo inmemorial el uso del arado se vio facilitado por la abundancia de maderas duras en los bosques de la comarca. El encino en sus dos especies –el negro con el tronco ancho y las hojas más grandes, y el blanco de tallo delgado y hojas pequeñas– pasó a ser la fuente para abastecer de instrumentos de labranza a toda la región. Ya fueran yugos, timones o alas, todos se construyen de encinos.
De las trojes qué se puede decir. Todos lo saben. Son el centro de la vida. Antes de construir la propia, debía participar en el levantamiento de la de los miembros de toda su familia. Cuando fuera su turno y encontrara con quien casarse sólo observaría cómo se la construirían. Para las trojes aprendió a cortar los trozos gruesos de encino que se utilizarían como pilastras, a labrar las que se usarían para los muros y a cortar los trozos cortos de pino lacio o de pinabete para el tejamanil del techo. Fue tanta su gracia para esta fábrica que pronto supo sentirse orgulloso cuando los viejos lo llamaban para ayudar en los labrados de los ensambles.
Pero su destino lo encontró en la resina. No había nada mejor que encajar la pala en la cara del árbol al despuntar el alba. Caminar cada mañana reconociendo el olor de la niebla al través de las ramas le permitía reconocer el bosque. Llenar cada tarde las ollas de arriar para guardarlas en el cobertizo lo hacía sentirse ligeramente ufano.
Repetía esta operación siete meses al año hasta que llegaran las lluvias. Pocos conocían el bosque como él. Le hablaba a cada árbol pues sabía que trataría con su sabia durante 20 o 25 años. Eran sus amigos. En la parte baja de cada uno de ellos les hacía un corte –hasta dejar un canal– con un pequeño instrumento al que llamaban pala. Inmediatamente insertaba en el canal una visera de hoja de lata a modo de navaja de unos 10 a 15 centímetros, debajo de la cual colocaba un cacharro de barro para recibir la resina o trementina, como también se le conocía.
Cada ocho días recogía la resina vaciándola en las ollas de arriar, que eran de barro, y hacía un nuevo corte al pino aumentando el canal. Cuando el corte llegaba a una altura en la que ya no podía trabajar, iniciaba uno nuevo desde abajo. A estos cortes los llamaban caras y cada pino podía recibir cuatro o cinco para verter su sabia, manteniéndose en labranza cinco o seis años cada una de ellas.
El trato con los árboles lo hizo singular. El ritmo del bosque marcó sus rasgos, ritualizó sus días. Al conocer tan intensamente cada paraje sabía que el más pequeño cambio ponía en peligro el universo de su vida. Aprendió por ello a luchar contra los cambios. Desde que recibió su primer sombrero vivió para cumplir con su destino.
Desde su propia búsqueda y múltiples hallazgos, en México, la vida en comunidad nos regala los jirones de luz que siempre tuvo en las manos don Amado en su tierra michoacana. Con ellos nos revela que se aprendió a vivir con una intuición ancestral que comparte con su paisaje y con su gente del paisaje común. Con un equilibrio entre imaginación y rigor, en suelo mexicano la vida en comunidad afina las miradas y nos seduce con la contundencia sutil de sus composiciones. Por eso hoy es el momento para que la sociedad toda acuda a trabajar por la permanencia de los rasgos de la vida construida por siglos en el bosque y los parajes michoacanos. Es una invitación de urgencia a cada hombre y mujer de México. Acudir con toda la sabiduría social permitirá salvar la vida en el bosque.
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