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n 1997 Enrique Vila-Matas invitó a una urgente cruzada que lo movió a escribir Para acabar con los números redondos, un volumen que, en su título, lleva su bandera. Entre la forma de terminar con esos guarismos regordetes está el derruir las celebraciones cuando en la efeméride se llega a decenas o, peor aún, a centenas. Diecisiete años después acepto su invitación lanzada al mar de las palabras y comparto con ustedes el recuerdo de un nacimiento que cambió los rumbos de nuestra nación.
Faltan exactamente 116 días para que celebremos juntos los 261 años del nacimiento de Miguel Hidalgo y 124 días para celebrar que el Bachiller Agustín Salazar, teniente de cura, lo bautizó en la capilla de Cuitzeo de los Naranjos, otorgándole la gracia de llamarse Miguel Gregorio Antonio Ignacio con los apellidos Hidalgo y Costilla Gallaga.
Cristóbal Hidalgo y Costilla y Ana María Gallaga se conocieron por los rumbos de Pénjamo. Al casarse en 1750 montaron su casa familiar en Corralejo, la hacienda que administraba don Cristóbal. Allí se criaron sus cinco hijos: Joaquín que nació en 1751; Miguel, nacido en 1753; Mariano que lo hizo en 1756, José María en 1759 y Manuel Mariano en 1762. Al parir a este último murió su joven madre.
Toda la familia Hidalgo creció íntimamente relacionada con las labores agrarias. Su alma de rancheros criollos –vivida más como orgullosos frutos del terruño que como una idea de casta– les permitió levantar con muy buen éxito la hacienda de Corralejo que estaba de capa caída cuando la comenzó a trabajar don Cristóbal. Su sabiduría campesina le dio la certeza de apostar por esas tierras. Conocía los requiebros que de generación en generación tenían que hacerse para que de surcos y campos crecieran los granos y el ganado. Sabía que estaba en el Bajío, esa vasta región de la Nueva España que era el crisol de la nación criolla y mestiza. Su clima templado y las abundantes lluvias que regaban sus fértiles tierras permitían alimentar a las poblaciones que explotaban los minerales de plata de Guanajuato y Zacatecas, y a las que colonizaban los rumbos del norte.
Con las riquezas excedentes de los trabajos de esas tierras se erigieron los mejores ejemplos del arte y la cultura virreinal. Por la capital importancia que tenía la región, en 1753, el año que nació Miguel Hidalgo, la Orden de los Franciscanos refundó, concluyendo en sendas y hermosas construcciones, tres capitales conventos en esos rumbos: el de San Francisco de Asís de Celaya, el de Acámbaro y el de San Miguel el Grande. En ese entonces la Nueva España contaba con poco más de 4 millones de kilómetros cuadrados en un territorio que por el norte llegaba a los actuales estados de California, Arizona, Nuevo México, Texas y Florida, y por el sur llegaba a la península de Yucatán y Chiapas. Si alguna de las 5 millones de personas que habitaban este inmenso país hubiera tenido la necesidad o la insensata idea de recorrerlo de frontera a frontera habría tenido que realizar jornadas diarias sin parar, contar con seis o siete meses de tiempo y rogar con que no lloviera, pues los caminos, en época de aguas, eran casi intransitables.
Caminos, territorios y personas eran gobernados por el primer conde de Revillagigedo, el virrey don Juan Francisco Güemes y Horcasitas desde 1746, cuando llegó a estas tierras a organizar las honras fúnebres de Felipe V y a proclamar a Fernando VI como emperador de los reinos de España. Por esos tiempos ya se había consolidado el poder de la dinastía de los Borbones y toda la organización colonial española vivió profundas transformaciones: campeó el absolutismo y las tendencias más centralistas del gobierno; se restringió la de por sí precaria autonomía de la iglesia y las órdenes religiosas; en los territorios de ultramar se comenzó a mermar la independencia de las comunidades indígenas y del poder virreinal.
En la Nueva España se promovieron la minería y el comercio, se consolidaron los límites territoriales, se logró hacer más eficiente la recaudación fiscal y se transformó el paisaje urbano de las ciudades. En la capital, en 1753 el arquitecto Lorenzo Rodríguez concluyó el Hospital de Betlemitas, en cuyo seno se integró una escuela con más de 800 estudiantes. Pocos meses antes, José Joaquín de Sayagó realizó el retablo colateral mayor de la Capilla de la Tercera Orden en el Convento de San Agustín. Unos años después se concluyó la iglesia del Antiguo Colegio de Propaganda Fide de San Fernando y se rehizo la Capilla de la Tercera Orden del Imperial Convento de Santo Domingo.
En este universo bullicioso y optimista, unido por la religión católica y con una clara y orgullosa conciencia criolla que sustentaba la esperanza en el futuro nació, el 8 de mayo de 1753, Miguel Hidalgo. Cuando pocos días después lloraba en la cocina de su casa cerca de la mirada de su madre, mientras su papá, después de terminar la cosecha del trigo, dirigía los trabajos de escarda en los campos de maíz de la hacienda, nadie pensaba que ese niño, al crecer, cambiaría el rumbo de la vida de México.
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