S
alvo las demoliciones, nada agita más el polvo interior que acomodar una biblioteca dominada por la niebla del tiempo que reina sobre sus múltiples cabezas; abrir libros largamente dormidos (destino de casi cualquier volumen que no sea el Corán y la Biblia, que sí se airean) y encontrar el polvo agazapado en sus páginas, en las costuras, las esquinas y lo negrito de las letras. Ojo, estornudarías menos, si te acordaras de comprar un cubrebocas en la farmacia, de esos que hoy la gente usa hasta en la calle. Te enfrentas a miles de libros. Ni quién piense en contarlos. Granos de arena. Estrellas del firmamento, semillas en el granero. Lo bonito de las bibliotecas personales (que no colecciones de libros, nunca) es que por miles que sean, cada pieza es un alguien específico, y con suerte, amada o admirada. ¿Ahí lo egoísta, lo intransferible del asunto? te preguntas mientras argivo navegas ese polvo en una operación lenta pero intensa, estremecedora.
Naturalmente el polvo hace pensar en la muerte, pero una que no pierde del todo su materia. Alfonso Reyes, que pasó tanto de su vida en bibliotecas, supo bien qué es el polvo que se adueña de nuestros sentidos, visto, olido, tocado y fijado en los dedos, y su agresivo sabor a nada. Pero nunca se oye. De ahí su peligrosidad: no se anuncia, es el estado silencioso de la materia.
En un breve ensayo perfecto, más renombrado que leído, Reyes emprende la Palinodia del polvo
con energía. Hasta exagera. En un sólo párrafo de media página, por ejemplo, cita (no sólo menciona) a Zenón, Fausto, Fermat, Charles Henry, Santo Tomás, Bergson, Leibniz, Einstein, Faraday, Heráclito, Demócrito y Góngora. Ha de estar en Google, pero tú te adentras en él como espeleólogo en las amarillosas páginas del tomo XXI de la Obras completas, tomo tan bueno como el que más. Es el texto que empieza, humboltiano, pre Carlos Fuentes, ¿Es esta la región más transparente del aire? ¿Qué habéis hecho entonces de mi alto valle metafísico?
Quevedo lo dijo breve y de un balazo: polvo soy. A Reyes le toma cuatro páginas, pero arriesga más en sus conclusiones y postula al polvo como el cuarto estado de la materia, junto al sólido, el líquido y el gaseoso: el estado pulverulento
.
Curioso, Reyes no cavila sobre la posibilidad de que sea un polvo enamorado, pero le intuye muy altos atributos espirituales. ¿Y si fuera el verdaderos dios?
. Como tú, como cualquier otro ratón de biblioteca, Reyes mira con terror lo inevitable, descargas invisibles, ataque artero y sin defensa, lenta dinamita microbiana
. Una venganza de lo más viejo del mundo
. ¿Conoces algo más empolvado que la palabra palinodia? A ver, al diccionario.
Ya entrado en materia te preguntas, igual que tantos lectores, y no lectores informados
, por qué Reyes, siendo el titán, permanece en buena medida cubierto por el polvo, fuera de sus piezas memorizables o de fácil comprensión. Lo plantea Hugo Hiriart con elegancia, pero a quemarropa, ¿por qué Reyes no es Borges?, en un espléndido ensayo peligroso: El arte de perdurar (Almadía, Oaxaca, 2010). Con atención filosófica, Hiriart desentraña los elementos de las, digamos, huella y posteridad universales del autor argentino (otro viajero proverbial y profesional del polvo bibliotecario), contra la relativa oscuridad del mexicano, apenas atractivo fuera de nuestras fronteras. A éste le faltó un centro unificador, concentrar una obra específica. Fue demasiado sociable, conversaba, no abofeteaba como el novelista, el poeta, el polemista. Atrapado en una complicada historia paternal, no se expresó desde una identidad clara, adoleció de eso que Borges tuvo a carretadas: malicia para ser particular y concreto
, y por ende más vivaz y ameno; no es civilizado
como Reyes, sino arbitrario, iconoclasta e imperioso
, abunda Hiriart en su jugoso ensayo. Hasta para vituperar sus respectivos conservadurismos, es más fácil centrarle el uppercut a Borges el reaccionario.
Volviendo al polvo. Ya ves lo temible e insidioso que puede ser. Alguien sin duda pasaba el plumero por los muros de libros de don Alfonso (como de seguro por los de ¿don Jorge Luis?, o mejor dicho igualadamente: Borges y de tú). Pero el verdadero polvo de los libros viejos, con décadas o siglos, es tan intoxicante como los inhalables ilegales y más costosos. El polvo seguirá siendo gratis cuando ya ni el aire y pagues por él como hoy compras botellitas de agua. En el fondo lo combatió el propio Reyes, y quizás no logró sacudírselo, a diferencia de Borges el airoso.
Así que anda, sígueles meneando a tus libros, resucítalos a golpe de mano y caratulazo para reintegrarlos enseguida al limbo del olvido parcial. Hojea éste, aquel, y reacomódalos en la inútil memoria que se irá contigo. Es Laurie Anderson la que dice: Cuando murió mi padre fue como si se incendiara una biblioteca entera
. Elías Canetti hubiera aprobado la imagen. Pero el polvo, el polvo es indestructible.
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