No Sólo de Pan...
E
n fechas recientes he frecuentado barrios y colonias marginados del Distrito Federal, asistiendo a eventos de indispensable apoyo para personas víctimas de un sistema cuyo encarnecimiento (pues ha encarnado en los funcionarios gubernamentales salidos de universidades estadunidenses y sus satélites) sufrimos todos desde 1988 pero con brutales resultados para 52 millones de mexicanos (al mismo tiempo que ha favorecido a 52 millonarios connacionales). Todos los léidos lo sabemos, pero verlo, olerlo, sentirlo con la piel, escucharlo, es otra cosa.
Los programas de la Secretaría de Desarrollo Social del Distrito Federal (Sedeso) a través de la Dirección General de Igualdad y Diversidad Social (DGIDS) llevan semanalmente, a esas zonas que parecieran abandonadas de Dios, al este, sur, oeste, norte y centro de la urbe, unidades móviles hacia donde con timidez los primeros, más animados los que les siguen y hasta demandantes los últimos, se forman para obtener un diagnóstico de hipertensión, obesidad o diabetes, o un acta de registro civil para adultos, o para hablar confidencialmente de problemas de violencia intrafamiliar, de género, de odio a la diferencia sexual o de acoso escolar entre otros servicios sociales.
Así, van acercándose los vecinos del barrio, mujeres con niños, ancianos de ambos sexos, hombres de aspecto retador, algunos jóvenes de mirada perdida, para husmear lo que hay, de qué se trata y decidir adónde solicitan apoyo para terminar por tomar asiento bajo la carpa desde cuyo estrado se informa de diversos asuntos y, a veces, se ofrece un breve espectáculo a cargo de cantantes locales con fast track.
En un extremo de la carpa, ciudadanas encargadas de comedores comunitarios, generalmente de la misma zona del evento, instalan sus cacerolas para ofrecer en un plato los tres componentes de un menú habitual por el que cobran 10 pesos (estando subvencionados por la Sedeso). La gente, desconfiada o sin dinero, se acerca poco a poco, mira largamente, a veces compra. Los trabajadores de Sedeso presentes invitan a una o varias personas cada quien, con una sensibilidad notable para percatarse de quiénes no tienen medios pero sí antojo o hambre. Además hay que colaborar con las cocineras para que recuperen sus gastos pues en estas ocasiones dejan a su clientela habitual.
El programa de información suele incluir a un notable nutriólogo que explica todos los peligros de las grasas, las carnes, los lácteos, el azúcar, la chatarra, convencido él mismo casi arenga. Luego, cuando invitan a la antropóloga (esta tecleadora, gracias, Julio) comienzo por preguntar a las asistentes qué cocinaban sus madres y abuelas. Las intervenciones llueven y la boca se nos hace agua a todos los presentes. Cuando se agota el tema les pregunto: ¿por qué hablan en pasado, ya no comen así? El azoro cubre todas las caras bajo un silencio total, entonces añado: ¿Es porque ya no saben cocinar ni comer o porque no pueden hacerlo como quisieran? Los rostros retoman una expresión participativa y, sobre un ruidoso rumor de voces entrecruzadas, alguna valiente expresa enojada la situación en que viven, la rabia de no poder comprar los ingredientes básicos de la dieta tradicional mexicana debido a los precios inaccesibles de nopales, verdolagas, tomate verde, jitomate, acelgas… o porque ya no se ofrecen en las misceláneas de su entorno o porque no existen en la trasnacional a que son empujadas cotidianamente sin poder elegir.
A estas personas les es más fácil que a las clases medias urbanas comprender que no podrán vivir (ni siquiera sobrevivir a largo plazo) del asistencialismo gubernamental, que necesitan unirse solidariamente para emprender sus propios programas alimentarios organizando hortalizas comunitarias en los patios, camellones, jardines abandonados por las autoridades de vialidad, enseñando a los niños desde pequeños y de todas las edades a ver nacer plantas del trabajo de sus manos para finalmente degustarlas transformadas en guisos por sus madres. La idea suele entusiasmar al auditorio que abunda sobre el tema, porque estas personas son las primeras en saber que el cultivo de alimentos, natural como fuera en los orígenes propios o familiares, podrá ser la clave de una nueva cohesión social: el antibullying por excelencia, el freno a las drogas en los jóvenes, la alternativa al desempleo, la sensación de ser útil a la comunidad, la satisfacción de producir con qué alimentarse y alimentar a sus dependientes. También puede verse en caras alentadas por proyectos no imposibles, el deseo de revancha, de recuperar la dignidad y un lugar respetable en la trama social.
Sigue saber si se verán facilitadas este tipo de iniciativas por una normatividad que no las prevé y por funcionarios de corto alcance; porque cuando la gente dice que se alimenta con lo que puede y no con lo que le gusta es porque ya está próxima de un estallido. Hay que tener cuidado, funcionarios de educación y salud, no es con libros de recetas de los chefs más connotados para los niños más pobres ni con eruditas conferencias sobre nutrición como ayudarán a resolver la injusticia social.
yuriria.iturriaga@gmail.com
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