E
n vez de buscar en tratados o enciclopedias el origen de la inspiración de El grito, de Edvard Munch, lo busqué dentro de mí misma; es una imagen recurrente en mis estados de eufuria, ansiedad o desesperación, o esos momentos en que me quedo quieta y en silencio, sonriente, incluso, quizá, pero en realidad con un anhelo imperioso de gritar, momentos en los que no grito, pero en los que cómo pienso en El grito, que grita por mí, el grito que se ha llamado alarido, llanto, lloro y lamento, que se ha llamado chillido, chillido de espanto o de dolor. Al ver no sé qué crepúsculo volcánico, sangriento y hasta infernal, por el color, por más apacible, aunque vivamente rojo, que en sí fuera dicho iluminado atardecer atravesado por una pasión, Edvard Munch se imaginó un grito que recorría la Naturaleza, y así fue entonces cómo tituló su obra y las diferentes versiones que hizo de ella, El Grito de la Naturaleza. Cerca del punto del camino que recorría, y desde el que se impresionó con la caída del sol que contemplaba, había un matadero y al lado un asilo siquiátrico del cual, por cierto, una hermana suya era interna. Habrá pensado en ella Munch al imaginar el grito que recorría la Naturaleza, habrá pensado en la voz de su hermana acallada por su naturaleza hecha tormento, por el destrozo de su identidad en el encierro, por la sensación de retorcedura de su entorno que reflejaba, como una emulación perfecta, la de ella misma.
Pero ése fue El grito de Munch y el mío y el tuyo es otro. Es la voz, mi voz, la misma que reconozco en ti, en otros, la reconozcan, la oigan o no estos otros, mis semejantes, una voz que, aun cuando llega a pronunciarse no se oye, siempre es acallada por otras voces y entonces ella guarda silencio, siempre, cae en el silencio, se abisma en el silencio, se amolda al silencio, se aquieta la voz y me aquieto yo, se aquieta la voz y se aquietan otros depositarios voluntarios o involuntarios de esa voz, que no compite porque no puede, es impotente ante voces imperiosas, capaces de sostener un do largamente, conquistadoras del do sostenido, indoblegables por lo mismo.
Todos tenemos un amigo así, que sostiene un do sin que nada ni nadie arriesgue interrumpir su proeza ni siquiera para toser, bostezar, reír, llorar, quedarse dormido o, en mi caso, y en cuántos otros casos, gritar, chillar, de espanto, de dolor o simplemente de e-u-f-u-r-i-a. En toda reunión aparece un invitado cuya voz prevalece. Este amigo nunca se retira de una fiesta con la sensación de no haber logrado contar algo que anhelaba comunicar, algo que recargaba su pecho de gusto compartible o que asfixiaba su pecho de dolor, dolor también compartible, cómo no. Este amigo se retira de toda reunión, él sí, eufórico, por haber sostenido su do sin interrupción, por haberse quedado vacío de palabras, vacío de algo que contar, dijo todas las palabras, contó absolutamente todo cuanto quería contar. Se encamina hacia la noche vacío del do sostenido más largo de la historia, ignora que el día comienza de noche y que de noche termina, día vacío de otras voces salvo la suya que, hacia la noche, se apaga, pues ha expulsado de sí las palabras que contenía, que eran todas, y ha arrojado de sí lo que tenía que contar, que era todo lo que tenía que contar, que quizá no era mucho después de todo, que quizá después de todo no era nada, pero que él pronunciaba con la voz que prevalece, que es la voz que se oye, que se recuerda, que se memoriza, es la voz que finalmente acalla la voz domable, es la voz que acalla la voz que aun cuando se pronuncia no se oye, la voz que aun cuando se pronuncia no se recuerda, porque es la voz sin huella.
Eso explica que El grito de Edvard Munch sea una obra con historia de hurtos. Se la roban los que tienen voz de las que prevalecen, pues les llega la hora –esa hora de la noche con la que empieza el día– en que se han quedado vacíos de palabras y de qué decir y de ahí que anhelen poseer El grito que grite por ellos su espanto y su dolor, que los represente en esa indeterminación en la que se han quedado, entre el silencio y la voz, la voz que no logran volver a llenar; o se la roban los que tienen voz de las doblegadas por la voz que prevalece, pues necesitan que las represente El Grito, capaz, sólo él, de atravesar esa hora indeterminada del día que se convierte en la noche con la que el día empieza.
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