E
n la construcción de su obra y su personaje, en ese orden, Octavio Paz no escatimó ningún riesgo cognitivo, sensorial ni artístico, para su poesía en primer lugar, y para el conjunto de su escritura y su presencia pública. Sin paralelo en la cultura mexicana, su voluntad de trascendencia le permitió levantar una corpus y una biografía sólidas, listas para el mármol y las letras de oro. No se interprete como sarcasmo. Se trataba de durar, ¿no? Y para conseguirlo –lo estableció Dante, lo postuló Pound–, hay que hacerlo bien. Paz lo hizo impecablemente.
El fulgor de su poesía, desde Libertad bajo palabra lista para darle la vuelta al siglo XX, le permitió ser leída como mística, filosófica, sexual, arqueológica, jipi; lírica ante todo, deliberadamente mexicana en múltiples momentos. La pasión y el talento rebasan a la mera ambición, en Paz el genio está en el conjunto de su persona. Y sea Piedra de sol
su piedra de toque: lo mexicano antiguo, moderno, universal, personal.
Desde los primeros pasos fuera del cascarón familiar no hay ingenuidad en él. Como otros intelectuales, construye a lo largo de su existencia una red cosmopolita y acertada de conocidos, interlocutores, admirados-admiradores, colegas, cómplices, rivales. Para cuando en 1971 regresó el peregrino a su patria, era más que un chiste decir que había brincado el muro de nopal
. La literatura y la poesía (él las diferenciaba), como buena parte de la cultura nacional eran provincia de sí mismas, aunque el siglo albergara a los célebres muralistas (que como quiera sólo pintaban monotes mexicanos) y unas pocas, infortunadas vanguardias.
Es voluntad de Paz ser republicano en España, surrealista en Francia, seguir la senda del haikú y el zen en Japón, embriagarse en el hervor de la India, absorber lo más noble de la cultura yanqui a la William Carlos Williams, el poeta democrático. Para cuando regresa ya ha sido embajador (esa tradición de nuestros escritores: representar al gobierno en el extranjero), el héroe que desafió al tirano en 1968. Su poesía, siempre en lo nuevo, desde Salamandra (1962) se embarca en la etapa más experimental. En un medio donde a los poetas les gusta permanecer cerca del puerto Paz los lleva a mares remotos y los expone a juegos insospechados con Poesía en movimiento. Paradójicamente, él deviene el puerto, la zona segura, el referente ineludible. Jefe de jefes.
En ese tiempo detenta la mayor autoridad intelectual en México, y con aquellas conciencia y voluntad suyas, le da uso. Funda Plural en el Excélsior de Julio Scherer y trasplanta el fruto de tres décadas de viajes y relaciones públicas. Reúne y encabeza un grupo de autores con clara identidad que (sobreviviéndolo, claro) terminaría el siglo bien instalado en los espacios de poder cultural y el prestigio editorial, académico, mediático. No esperemos candor en alguien que al final consideraba sus poemas homenajes a la muerte del muerto que seré
.
A pesar del ingrediente moderno-rebelde, una trayectoria y un proyecto con tal vocación de poder tarde o temprano devienen institucionales. Pero si algo abona la autenticidad de Paz, más allá de su mejor poesía, es su permanente afán polémico, la decisión de participar, influir, convencer. No es el único cacique cultural, pero sí el más activo. Se habla de tú a tú con el príncipe (el ogro filantrópico), se alza con el trofeo de Estocolmo, dictamina lo que sí y lo que no en las letras. Detractores le brotan.
Desde actitudes y motivaciones opuestas, Carlos Monsiváis fue quien más cerca estuvo de disputarle el cetro; quien polemizó con él en campo abierto. En 2000 publicará una crónica de vida y obra
del poeta. Allí destaca que Paz se especializa en la crítica a los movimientos de izquierda
, cuya falta irremisible
según él, era el pecado original del stalinismo y el sectarismo indiferente a los valores democráticos
. Monsiváis admite que a pesar de las generalizaciones en su contra, en la izquierda la crítica a Paz viene a menos, eclipsada por el aprecio de la obra y las aportaciones a la cultura y la democracia
. Sabido es que después de debatirlo en 1977-1978, Monsiváis cede a su admiración por el poeta y hace las paces con su sombra.
¿Qué diferencia a nuestros polígrafos más omnívoros, Alfonso Reyes y Paz? El primero se apegó a un proyecto humanista clásico; el segundo se abre al exotismo y emprende una aventura con fuerte voluntad de sí: prevé su posteridad, organiza su biografía autorizada, la ruta de sus obras completas y la de sus apóstoles. Pone en contrapunto a los presidentes, pacta con Televisa, se ubica entre los poderes que son desde un pragmatismo sustentado en la tradición crítica
, que progresivamente se va cargando a lo empresarial y lo conservador, hasta cobijar la primera expresión ilustrada importante de la derecha mexicana desde la Independencia.
¿La buena noticia? Paz, que no fue reaccionario, cimentó su posteridad en un grupo cultural conservador, prohijando una corriente que hoy avala el neoliberalismo pero da argumentos civilizados a una derecha reacia a civilizarse. ¿La mala? Que la cultura progresista, de izquierda, teniendo con frecuencia la razón, no ha sido capaz de desafiar esa hegemonía.
Paz lee la poesía mexicana como un camino que desemboca en él. Ubica su periplo intelectual en el extremo distal de Juana de Asbaje y escribe Las trampas de la fe, una biografía polémica y estimulante. Las trampas para Paz fueron otras. Aunque atado a ciertas granjas de la ideología (que nunca es pura) se salió con la suya. Quizás no entendió al pueblo, y su idea de democracia no superó el liberalismo tradicional. Tal vez El laberinto de la soledad ha envejecido; sería mucho pedir que no lo hiciera. Pero si aún así se le reclama es porque apostó muy alto, tocó demasiadas cosas, y por eso también se paga.
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