L
a paga era corta, pero qué hacerle, ya trataría de mejorar su ingreso a fuerza de darle. Di tú que tenía empleo, para como estaban las cosas. Gusto lo llamaban desde chico, así que Gusto se llamó de plano. Nacido Augusto Mendieta, no hace tantos años a decir verdad. Gusto a sus órdenes. Gusto Mendieta su servidor, gusto en conocerle. Algunos oían Justo. ¿Justo Mendieta? No, Gusto, con gu de guante, de guayaba. La gente se confundía, pero estaba bien por él, que estaba acostumbrado. Era repartidor de cerveza nacional e importada. Surtía decenas de restaurantes y tiendas de conveniencia en cualquier rincón de la gran ciudad, en horas del día o de la noche, según la zona, en unas los patrulleros y los tránsitos son más intolerantes que en otras. Eso, la intolerancia, era uno de los inconvenientes del trabajo de Gusto. La padecía. Como por recortes de personal jalaba solo, en un trailercito suficiente para colapsar ciertas calles, solía ganarse insultos, claxonazos y malos modos de los automovilistas que no agarraban la onda. Con tantito que se hagan para allá pasan. Qué no ven que trabajo sin asistente. En su beneficio, culeros. Si no fuera por los muchos mí que habemos no tendrían a mano su six el domingo frente al partido o con la barbacoa a la salida de misa.
Con movimientos firmes y precisos descargaba las cajas para montarlas en el diablito, escogía las marcas según pedido y existencias, y métele. Empujaba el diablito en zig zag por las calles toreando carros, combis y materialistas. Ese día en esa acción estaba cuando al doblar una esquina trepó la banqueta para eludir una moto, y semioculto tras la pila de cajas dio de frente con Martiniana. Nada más y nada menos. Pero qué tenía de raro, si estaban los dos escritos en la carta astral del otro.
Gusto, exclamó ella, sinceramente contenta. Hola, dijo él, parco. Se abrazaron fuerte. Ella le besó la cara y cuando él se replegaba ella lo jaló del cuello del overol y lo besó en la boca sin aviso previo. Hola, volvió a decir Gusto cuando recuperó los labios y la lengua. Qué ocupado, dijo Martiniana con un tonito amistoso. Sí, ya ves, aquí dándole. Fueron mejores amigos en prepa, para él una situación torturante, pues ella siempre tuvo alguna clase de novio y él no pensaba en otra que en ella, no conocía ninguna chica más linda y lista. Ella, de familia de varo, ya iba en quinto semestre de carrera, no que él se tenía que costear las chanclas y eso lo ocupaba tanto que con las materias que tenía cubiertas apenas acompletaba dos semestres.
Le daba gusto encontrársela, claro que le daba. Tenían un juego de los tiempos de prepa. Ella impostó la voz de peladita: "On'tabas que no te miraba, yo búsquete que te busque y nada que te encuentro". Él, clavando la vista en los ojos achinados de ella y apretando los suyos con gesto de cómico del Metro replicó de lo más naco y tipludo: Y yo que te encuentro y te encuentro y nada que te busco
. Rieron. Antes de la carrera eran constantes los encuentros, a diario casi, de ahí el chiste privado que a los otros destanteaba, y mejor se reservaban el ritual cuando se topaban entre desconocidos o a solas como ahora, salvo el tráfico endemoniado y un calor de mediodía que checaba tarjeta en el infierno.
No le apenó ir enfundado en el overol de la empresa acarreando litros y litros de chela que no has de beber. Se conocían como nadie. Que Martiniana no necesitara trabajar era su suerte. La de Gusto, pagarse los útiles y los inútiles de la carrera sólo después de aportar la mayor tajada del salario al frágil presupuesto familiar con que entre todos mantenían a flote la casona de Clavería, poblada de imágenes en las paredes y recuerdos rechinando sobre los vencidos muebles de cedro; nada más faltaban murciélagos, las telarañas ya estaban instaladas. Gusto y sus cuatro hermanas vivían con los abuelos, que por fortuna no les hacían caso. Eran unos abuelos de primera, aunque pobres tenía su forma encubierta de alcahuetar a sus nietas y a su nieto favorito.
Para lo que le servían a Gusto esas libertades, si tenía que camellar de repartidor, que es bien cansado. Fornido era. Y con ese peinado hirsuto, de navajas negras que demandan gel, parecía guerrero. De eso se trataba. Un brillo metálico impreso en los ojos. Hubo un tiempo que tuvo tiempo de ir al gimnasio, y todavía lo mostraba en sus hombros anchos. Martiniana, menuda como era, se le arrimó, lo abrazó por la cintura, hundió el rostro en el uniforme y le dijo dulce como el aletear más dulce de un colibrí: Me tengo que ir tú, voy tarde para una cita con el asesor de mi tesis, ni siquiera lo conozco en persona, el doctor Dosal. Ah, Dosal, dijo vagamente Gusto, le sonaba a nombre de renombre. Yo también ando ocupado, dijo, ya me voy payasita, dijo, tengo pedido que entregar. Adiós payasito, dijo ella las últimas palabras, me dio mucho gusto, Gusto, muchísimo.
Sopló un viento repentino y los sauces de la banqueta temblaron como viejos epilépticos.
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