E
stimado y melómano lector: usted amablemente lee este texto el 3 de mayo de 2014; yo lo escribo el 30 de abril, que no sólo es el Día del Niño sino, de manera igualmente importante, el Día Internacional del Jazz. Lo celebro, pues, dedicando mi espacio de hoy al tema, mientras escucho el formidable y legendario disco Sketches of Spain de Miles Davis, uno de mis trompetistas tutelares. El otro pretexto para esta nota es el hecho de que hace unas semanas fui convocado a participar en un Encuentro de Jazz en el que, además de la música, se desgranaron numerosas palabras en una serie de mesas de discusión sobre diversos tópicos jazzísticos: los productores, los clubes de jazz, los documentalistas y festivales, las escuelas, los músicos, el jazz y los medios. Fue a esta última a la que fui invitado, y de entrada debo decir que me parece que una discusión sobre la presencia del jazz en los medios, sin la participación de Roberto Aymes, no puede estar completa. El caso es que esa tarde se discutió ahí la presencia (o más estrictamente, la casi total ausencia) del jazz en los medios de difusión de México, muy particularmente en aquellos que se ha robado impunemente la voraz e insaciable iniciativa privada. No está de más traer a cuento en este contexto el hecho de que, en contra de lo que muchos dicen, el jazz no es un género masivamente popular; su alto grado de sofisticación impide que lo sea, sobre todo en un medio como el nuestro, con un nivel tan paupérrimo de educación artística en particular, y de educación en general. Así, no siendo el jazz un asunto de ventas masivas, poco les importa a los impresentables mercaderes de los medios de comunicación, como tampoco les importa a muchos funcionarios del estado cuyo deber es, debiera ser, promover manifestaciones musicales de importancia, siendo el jazz indudablemente una de ellas.
Quedó claro, a lo largo de la discusión, que el jazz tiene presencia en los medios gracias a un puñado (¿quizá creciente, quisiera creer?) de verdaderos aficionados que contra el viento de la inercia y la marea de la indiferencia insisten en darle presencia dondequiera que se pueda. Se recordó la triste muerte de la estación Jazz F.M., que tronó por consideraciones meramente monetarias, así como la fugacidad de tantos y tantos espacios de jazz que han desaparecido de los cuadrantes. Como antídoto, ahí están los esfuerzos, bienintencionados quizá pero no siempre sistemáticos, de algunos medios del estado, por darle espacios al jazz; en la televisión, más allá de los canales culturales, el jazz es inexistente, básicamente porque no vende mucho. Y ahí están los estoicos y esforzados picapedreros del jazz, en Radio UNAM, en Horizonte 107.9, en Cuautitlán Izcalli, en Oaxaca, en Puebla, tratando denodadamente de que el jazz tenga espacios en la radio, trabajando siempre en condiciones más que adversas y con remuneraciones
de hambre.
Punto importante tratado esa tarde: el imperativo de la profesionalización de los divulgadores del jazz en los medios. Conocer y amar mucho al jazz no garantiza tener las herramientas de comunicación necesarias para difundirlo adecuadamente. Difícil tarea, sin duda, en un país en el que, literalmente, a cualquier imbécil le dan un micrófono y un espacio en la radio y/o en la televisión. Y como es difícil imaginar un reality show voyerista basado en el jazz… El caso es que la discusión de esa tarde fue muy ilustrativa, pero las conclusiones no fueron alentadoras.
Y aunque lo que sigue pudiera parecer un redundante, repetitivo y reiterativo pleonasmo histórico-musicológico, esta es una buena coyuntura y un buen momento, para recordar, por si hiciera falta, que una parte sustancial de la rica historia del jazz ha tenido como sus más importantes protagonistas, creadores, ejecutantes, promotores y divulgadores, a músicos negros (sí, dice claramente negros
, no afroamericanos
ni músicos de color
ni ningún otro eufemismo culposo y políticamente correcto al estilo gringo) cuya huella en el mundo jazzístico es profunda, duradera y trascendente. En celebración de ello, y de ellos, pongo punto final a este texto y, también yo, procedo a comerme un sabroso plátano.
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