L
a vida es bella, me dijo cuando le confié mi desconsuelo y mi decepción. Para darle una oportunidad ¿a la vida?, para darme una oportunidad me esforcé en encontrar la belleza de la vida. Era el principio de la primavera, de modo que las jacarandas en flor me llamaron la atención; las calles alineadas de jacarandas, las banquetas tapizadas de la flor lila, quería cubrirme con su color y suavidad. Las buganvillas me deslumbraron más al adentrarse la estación, una y otra vez subía la calle de la Amargura con tal de ver la casa rosa casi tapizada de morado buganvilla y hojas verdes, la barda sobre la que se desbordaba la frondosa planta. Quería fotografiarla para verla de más cerca, impregnar mi vista de ella, persuadirme de que la vida es bella. Tiene brillos y sombras, la oí decir, como la sombra debajo del hule tupido.
Al melancólico hay que decirle que la vida es bella y esperar que encuentre la belleza de la vida que lo anime y lo distraiga de la muerte. Yo encontré las jacarandas, las buganvillas y los hules.
Entonces me pregunté aun sin querer por qué cuando alguien muere los vivos a su alrededor procuran consolarse con frases como la que afirma que el difunto Pasó a mejor vida, Se libró del valle de lágrimas, Dejó de sufrir.
La vida es bella, ¿pero hay una vida mejor que la vida bella? La vida es bella, ¿pero es un valle de lágrimas? La vida es bella, ¿pero hace sufrir?
Me encontraba en la mesa del rincón de mi café en Brava. Jugaba –es un decir– con el lápiz entre los dedos indecisa en cuanto a qué escribir. El espacio de mi columna en La Voz Brava me esperaba en blanco y me afligía. En momentos como éste no es raro que una escritora tema que no escribirá más, así de patente es el vacío que ve en su futuro, así de angustioso.
Mis reflexiones eran, o parecían ser, inconexas. Estaban demasiado espaciadas unas de otras como para poder atarlas sin que se dieran cuenta. Hay quienes ya vivieron, pensaba; y hay quienes tienen la vida por delante. Quienes ya vivieron, no sé si llegaron a saberlo y si lograron gozar; tampoco sé cómo encontraron la vida que vivieron, si bella o qué. Y me pregunto si quienes tienen la vida por delante encontrarán que la vida es bella o lo bella que es la vida que les pintan. El sufriente pasa la vida cabizbajo, sin ver la belleza de la vida. Habría que jalarle el pelo por la nuca y obligarlo a alzar la cabeza y abrir los ojos, la cabeza pesada –¡cuánta bruma carga! Hay que forzarlo a abrir los ojos y ver. Si opone resistencia habría entonces que preguntarle si lo que quiere es pasar a una vida mejor de una vez.
En eso vi a una joven madre entrar al café con su niña de la mano. Me fijé en lo finamente que la mamá se conducía y lo bien vestida que estaba y en que la hija, de uniforme de colegio, una y otra vez giraba la cabeza hacia atrás, como para ver si alguien la seguía o para sentir que al mismo tiempo se mecía su pelo rubio, recogido con un listón y largo hasta debajo de los hombros. Más que delgada, era flaca. Daba la impresión de estar en movimiento continuo; era ligera, la mano suelta llevaba el ritmo del cabello, del cuello que giraba. La mamá la alertó del escalón que subir para entrar; parecía conocer la costumbre de la pequeña de comportarse como un pajarito, brincando y agitándose, ajena al peligro posible de tropezarse con escalones o seguir de frente contra puertas de vidrio cerradas.
Algo que comer
, tarareaba la niña a la vez que la mamá la colocaba enfrente de una mesa contra la pared, rodeada de tres sillas. Aquí está una silla; siéntate
, informaba y ordenaba la joven madre que, mientras tanto, se dirigiría al mostrador a pedir algo que comer para su hija, que tardó en sentarse. Primero, tentando se cercioró de cuántas sillas más rodeaban la mesa; luego eligió la de en medio y, no sin dificultad, logró jalarla lo suficiente para sentarse en ella sin que el borde de la mesa la apretara. Una vez sentada, con la espalda hacia el salón y la cara hacia la pared, estuvo extendiendo un rato los dos bracitos blancos a los lados al mismo tiempo, como alas, y tanteando si las otras dos sillas estaban desocupadas. Cuando la mamá le acercó el plato con una rebanada de pastel le ordenó ayudarse a comer cada bocado con tenedor y cuchara, que puso entre sus dedos, lo correcto para una niña como ella, limpia y bien educada, con la vida por delante.
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