S
oy mala para las citas por más que cuando las leo las subraye y hasta las transcriba con mi más esmerada caligrafía en una carpeta especial y ensaye memorizarlas como si fueran un poema o una canción. Tarde o temprano se me olvidan, y por más que lo sienta no hay manera de volver a armarlas en mi mente y volver a situarlas (quién es el autor, dónde lo dijo, en qué fecha, en relación con qué, etcétera), y entonces no me queda sino esperar, cada vez me temo más que sea en vano, que se me diera una nueva oportunidad para poder pronunciarlas y por una vez quedar bien, con lucidez y con autoridad. Y esto es así a pesar de que he leído mucho, por no decir que llevo más de medio siglo leyendo, leo de todo, aunque de preferencia lo bueno y lo mejor de la literatura y de cuanto tema o asunto integra el arte y el conocimiento. Ambiciosa, soy. Ahora, en cuanto a capaz..., digamos que quién sabe. No faltará el que me quiera poco y comente que de qué presumo, si es evidente que de nada me sirvió tanta lectura, o que de qué me jacto, cuando es obvio que, dada mi pobre memoria, o mi abrumada memoria, o mi memoria tomada por la bruma, es indudable que mi vida ha sido una acumulación de tiempo perdido, al menos por lo que hace a lo que leo, en particular si prácticamente no he hecho otra cosa que leer a lo largo de los días, las tardes y las noches, o buena parte de las noches, que no diré que no he ocupado también en otros quehaceres, algo menos individuales como lo es leer, por cierto, y algo más comunitarios, como lo es amar, conversar, oír música o ver una película, apoyados contra la almohada, tomados de la mano, contentos. Sonrientes aun en la oscuridad, o con mayor razón en la oscuridad cuando ésta sea metafórica.
Para redondear el tema de lo mala que soy para recordar oportunamente una cita, debo advertir que existe una cita que sí capté desde que la leí por primera vez y que no he olvidado. Se trata de una observación que me ha iluminado tanto el camino que no dudo de que con el tiempo, si logro pronunciarla en circunstancias adecuadas cada vez que éstas se den, contribuiré a que se convierta en un bien común, y a que adquiera el poder de los mejores refranes o proverbios, los que conforman lo que se llama vox populi y que son los que mejor orientan al desorientado que los recuerde, al despistado que se encamina hacia la deriva porque no sabe para dónde tomar.
La cita que digo es breve. Somerset Maugham la cosechó de su inconsciente (¿o del inconsciente colectivo?) y a través de ella aconseja que, si te invitan a una fiesta, hagas de ella una fiesta, lo que quiere decir que no llegues a la fiesta con tu cargamento de dramas personales a flor de piel, sino que te lo calles y mientras estés en la fiesta te conduzcas entre los demás con amabilidad y con alegría y todo lo agradablemente que puedas. En una fiesta nadie tiene por qué enterarse de tus sufrimientos y tus inquietudes, en una fiesta hay que despreocuparse y conducirse tan bien que el anfitrión en turno quiera volver a invitarte para que hagas de la fiesta la mejor de las fiestas.
Yo no hago fiestas y no me gusta ir a fiestas, pero he adoptado la actitud contenida en la frase de Maugham sencillamente para enfrentar el día cada día, y me he dado cuenta de que me funciona. Si la vida es una fiesta, debo proponerme hacer de ella una fiesta.
Apenas me puse a la tarea de exponer por escrito esta filosofía de la vida, o de actitud ante la vida, recordé proverbios y frases de canciones populares que a su modo vienen sosteniendo la misma idea desde siempre. Frases como, Al mal tiempo, buena cara
o Cuando sonríes, el mundo te sonríe
son invaluables en este sentido, y accesibles incluso para las memorias más llenas de bruma que pueda haber. Sin mayor teoría orientan al desorientado y encarrilan al desencarrilado.
Quiero creer que es valiente admitir que un consejo sencillo puede ser eficaz a la hora de la adversidad, y que si hay que hacer un esfuerzo, no estaría mal hacerlo para recordar este tipo citas, o lo que quiera que sean, y seguirlas.
Quizá no sea posible forjar una actitud en un adulto, pero cuando veo a un adulto –que no necesariamente es lo mismo que decir que cuando me veo en el espejo– tiritar de miedo ante la vida, como un niño tirita de frío al salir de la alberca, quisiera inculcarle la idea de que si sonríe, la vida le sonreirá.
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