Efraín Huerta
Periódico La Jornada
Jueves 5 de junio de 2014, p. 5
A Octavio Paz
1
Así pues, tengo la piel dolorosamente ardida de medio siglo,
el pelo negro y la tristeza más amarga que nunca.
No soy una lágrima viva y no descanso y bebo lo mismo
que durante el imperio de la Plaza Garibaldi
y el rigor en los tatuajes y la tuberculosis de la muchacha ebria
Había un mundo para caerse muerto y sin tener con qué,
había una soledad en cada esquina, en cada beso;
teníamos un secreto y la juventud nos parecía algo dulcemente ruin;
callábamos o cantábamos himnos de miseria.
Teníamos pues la negra plata de los veinte años.
Nos dividíamos en ebrios y sobrios,
inteligentes e idiotas, ebrios e inteligentes,
sobrios e idiotas.
Nos juntaba una luz, algo semejante a la comunión, y
una pobreza que nuestros padres no inventaron
nos crecía tan alta como una torre de blasfemias.
Las piedras nos calaban. No nos calentaba el sol.
Una espiga nos parecía un templo
y en un poema cabía el universo del amor.
Dije el amor
como quien nada dice o nada oye.
Dije amor a la alondra y a la gacela,
a la estatua o camelia que abría las alas
y llenaba la noche de dulce espuma.
He dicho siempre amor como quien todo
lo ha dicho y escuchado. Amor como azucena.
Todo brillaba entonces como el alma del alba.
¡Oh juventud, espada de dos filos! ¡Juventud
medianoche, juventud mediodía,
ardiente juventud de especie diamantina!
2
Teníamos más de veinte años y menos de cien
y nos dividíamos en vivos y suicidas.
Nos desangraba el cuchillo-cristal de los vinos baratos.
Así pues, flameaban las banderas como ruinas.
Las estrellas tenían el espesor de la muerte.
Bebíamos el amor en negras tazas de ceniza.
¡Ay ese amor, ese olor, ese dolor!
Esa dolencia en pleno rostro, aquella fatiga
de todos los días, todas las noches.
Éramos como estrellas iracundas:
llenos de libros, manifiestos, amores desolados,
desoladamente tristes a la orilla del mundo,
víctimas victoriosas de un
severo y dulce látigo de aura crepuscular.
Descubríamos pedernales-palabras.
dolientes, adormecidos ojos de jade
y llorábamos con alaridos de miedo
por lo que vendría después
cuando nuestra piel no fuera nuestra
sino del poema hecho y maltrecho,
del papel arrugado y su llama
de intensas livideces.
3
Después,
dimos venas y arterias,
lo que se dice anhelos,
a redimir el mundo cada tibia mañana;
vivimos
una lluvia helada de bondad.
todo alado, musical, todo guitarras
y declaraciones, murmullos del alba,
vahos y estatuas, trajes raídos, desventuras.
Estaban todos –y todos construían su poesía.
Diría sus nombres si algunos de ellos
no hubiesen vuelto ya a la dorada tierra,
adorados, añorados cada minuto
–el minutero es de piedra, sol y soledad–;
entonces, no es a los vivos sino a mis muertos
a quienes doy mi adiós, mi para siempre.
A ellos y por ellos
y por la piedad que profeso
por el amor que me mata
por la poesía como arena
y los versos, los malditos versos
que nunca pude terminar,
dejo tranquilamente
de escribir
de maldecir
de orar
llorar
amar.
El poema Borrador para un testamento, incluido originalmente en el libro Responsos (1967), es un balance de los 50 años de vida de Efraín Huerta, además de una reflexión sobre sus amigos y compañeros de generación. La versión presente fue publicada en la antología poética reunida por el humanista Carlos Montemayor y editada por el Fondo de Cultura Económica. Reproducido con el permiso de Andrea Huerta.
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