P
érate Leocadio le dijo Helena pero él ya no estaba como para escuchar razones. Al amanecer la disputa había roto la barrera del sonido y los dos tenían las manos nerviosas, listas otra vez para atacar o defenderse. Era demasiado. En un arrebato de lucidez, o cobardía, Leocadio zafó la mano que le apretaba Helena, los dos con el brazo estirado. Ella presionaba furibunda los bordes de su muñeca, lo lastimaba. Como si fuera un sabio químico, él optó por la precipitación y salió hecho la bala buscándose las llaves en todas las bolsas del pantalón que no traía, pues estaba en piyama, pero milagrosamente las encontró, se dirigió a su Jetta viejito mal estacionado, sucio y negro como su conciencia, lo abordó y activó el motor. Un incongruente y descolorido Ojo de Dios colgaba del retrovisor que le mostró a Helena al pie de la banqueta mirándolo alejarse. La vio alejarse. Su último atisbo fue por el espejo lateral derecho que decía, había dicho siempre, que los objetos estaban más cerca de lo que parecían.
Al fin solo, protegido por el carro en movimiento, Leocadio inició una de esas largas conversaciones con Helena en ausencia, como ensayos, como hablarle a un fantasma, un round de sombra sin límite de tiempo y con la posibilidad de rebobinar para corregir y mejorar alguna frase hiriente, determinado insulto, o a la defensiva alguna justificación verosímil. Se cercioró de que el celular estuviera cargado. Ella no daba señales de llamar ni mensajear. Él comenzó a elaborar sus argumentos en voz alta, como los locos, que hoy se notan menos con tanto micrófono inalámbrico y audífono que lleva la gente que parece ir hablando sola. Y conste que traer el Jetta de sus inicios, madreado, era un recurso para no llamar la atención.
Helena no se iba a quedar así nada más, así que abrió el estacionamiento para sacar el camionetón Dodge del año, color entre malva y buenas noches, y arrancar tras ese idiota con la secreta determinación de no darle el gusto de alcanzarlo. Primero necesitaba localizarlo. Viró en la esquina a la derecha, igual que él. Lo rastreó con su celular sin mucho esfuerzo, conocía bien la aplicación, ni que fuera la primera vez que lo monitoreaba; el muy idiota nunca apagaba el suyo.
Temprano. Domingo. Poco tráfico, poco transeúnte. Leocadio manejaba rápido sin dificultad, pero su Jetta le hacía los mandados a los ocho cilindros del bote de Helena, ella sabía, sabía él, que cada tanto miraba por el retrovisor en espera de que ella apareciera, aliviado de no verla, decepcionado también.
Helena lo divisó primero. En un infundado exceso de confianza, Leocadio paró en un Oxxo a comprarse un perro caliente Vikingo y un asqueroso café. Ella se detuvo, lejos, disimulada tras unas buganvilias y una pick up inmóvil. Corría alguna muchacha con audífonos y traje deportivo empuñando una botella de agua, y en sentido opuesto corrían dos señores que voltearon para evaluarla. Cruzaban la calle dos personas de aspecto normal. Leocadio no tenía ese aspecto. Con pantalón de piyama de franela estampada y un kimono del año del caldo con parches y el cinto mal anudado, no lucía muy normal, ni siquiera para la temprana hora. Todo despeinado. El ojo izquierdo morado. Los Converse de Helena, desamarrados y con agujetas oh no, de color de rosa. Leocadio no es de los que les baja pronto la calentura de una bronca. La mastica, la rumia, se le atora, se envenena, regurgita. Y esta vez era gordo, el problema.
Junto a la caja estaban los periódicos (imaginen cuáles) y allí él en primera plana, a color, como un idiota. Lo bueno que con estas fachas ni quien lo reconociera. El Instagram de la bruja de Delfina contagiaba las redes desde anoche, con él semidesnudo (sin la famosa camiseta) junto a una rubia (desnuda, pixelada) que no es Helena ni se le parece, y sobre una mesilla un polvo blanco que, según el pie de foto, podría ser ilícito
. Si por eso el pedo. Faltaban pocos días para la convocatoria de la escuadra oficial y Leocadio seguía incierto, aunque su imagen ya promocionaba desodorantes y un parque temático. Afectado por los periódicos, volvió al Jetta y reanudó la marcha, despacio, comiéndose el Vikingo con apetito irracional.
Helena se desprendió de su escondite, mantuvo distancia, siguió siguiéndolo. Leocadio, que no parecía llevar rumbo, se tropezó con el Circuito Interior, dirección Chapultepec. Helena le leyó el pensamiento, confiada tomó velocidad crucero y lo merodeó hasta las inmediaciones del Ángel. Lo vio estacionarse en la lateral, en lugar prohibido, caminar el camellón, cruzar el Paseo hasta la glorieta erguida, trepar unos metros de su ladera y tumbarse en el pasto, así en kimono, media piyama y tenis de mujer desamarrados, la cara contra el cielo matinal. A Helena le pareció que sollozaba y tuvo el impulso de correr a él y abrazarlo, aplacarle el pelo, ponerse de Pietá a lo tarugo. Pero se controló, sensatamente. Lo dejó a disposición del viento y de los barrenderos.
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