L
lama el papa Francisco a que se brinde protección a las niñas y niños migrantes: Coincidimos en reconocer que la dignidad de las personas no procede de su situación económica, filiación política, nivel educativo, pertenencia étnica, convicción religiosa o estatus migratorio. Todo ser humano por el hecho de ser persona posee la misma dignidad y merece el mismo respeto
.
México y el Vaticano acordaron dar una consideración especial al fenómeno emergente de los niños, niñas y adolescentes migrantes no acompañados, incluso ampliando la lista de causales de protección internacional
. (coloquio sobre migración, Ciro Pérez Silva, La Jornada, 15 julio).
Estos hidalgos quijotescos, lo mismo de otra y esta época, eran o son en su pobreza feliz –porque tenían pura la sangre de su linaje–, pan para nutrirse y casa blasonada que les prestaba abrigo en el invierno y sombra en el verano. Es decir, tenían cuanto un pobre de su alcurnia, de sus ideas y de su carácter podía apetecer en los tiempos que corrían y en ello fundaban la mayor vanidad.
La pobreza y aun la miseria no excluyen la dignidad, lo mismo ayer que hoy en la casta. Esa casta traumática que heredamos y requerimos para enfrentar nuestro idealismo mágico al pragmatismo neoliberal actual propiciador de delincuencia por hambre de los más.
¿Dónde está la dignidad?, que tiene seguramente milenios de formación secreta, y no precisamente esquemas económicos a base de estadísticas. ¿Cómo se pueden encontrar los hilos que nos lleven a través de otros hilos mágicos, sean raciales, sensoriales, climáticos, educativos, sexuales, hasta su raíz? Y encontrar los significados más precisos de sus lenguajes, los rasgos, las gesticulaciones, el color, ademanes, manera de ser, y partículas tan inasibles del proceder humano tales como la manera de andar y sentarse, usar el sombrero y máscaras
que se repiten a la llegada a la ciudad perdida en las afueras de las ciudades y la entrada al país vecino.
El campesino mexicano o centroamericano se pone las botas del vencido –El Quijote
– y atraído y hasta cautivado por lo que dice y no dice; lo que sugiere, entresaca e ironiza, traduce caracteres y perfiles que fraternos de otras ciudades y latitudes aparecen como distintos, indescifrables. Distintos, incluso como cultura y entidad social. Con tradiciones, gustos, gastronomía y preferencias de difícil interpretación; fiestas que no entendemos, gritos inaceptables que sorprenden al margen de las condiciones sociopolíticas desfavorables.
Pero, ¿qué nos da, además, el distintivo geográfico, el saber que pasaron más frío, más hambre o más humillaciones? Porque el mexicano está imbuido de una magia que desconocemos y es intimidad, vejez, traumas no elaborados; tristeza, que no tiene que ver con el malhumor o la flojera. Magia que se define con propiedad y deja flotar sus maleficios heredados que sólo captan quienes simpatizan con él.
El campesino y sus hijos no han dejado de vivir, pero sí de moverse. Por eso se ven pasivos, apáticos y para algunos: vagos, malvivientes, devaluados.
Consignado en los epítetos de jodido, indio, naco, o hijo de la llorona
; siguen en espera –como el Quijote
– de la justicia natural que da libertad, dignidad.
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José Cueli: Dignidad del Quijote migrante
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