P
edalea veloz entre los carros detenidos en la luz roja del cruce con Miguel Ángel de Quevedo. No entendí si Bonifaz o Bonifacio, tipo flaco pero macizo a pesar de la edad. Un tupido pelo entrecano cuidadosamente moldeado a la Grace Jones (bueno, no tanto) le enmarca el rostro afeitado, moreno y sagaz. La bicicleta de lo más estándar, no así su atuendo, para un ciclista promedio. Calza charol o imitación, lustroso. Viste pantalón sastre y camisa de cuello, igual en negro. Sobre la parrilla trasera, cuidadosamente doblados y sujetos con una liga de doble gancho, el saco negro y una corbata a rayas blancas y negras. Su agilidad es agresiva y lleva prisa. Sobresalta como ráfaga a la señora de una Cherokee nueva y se le cruza enfrente a Íñigo Cedillo al doblar 90 grados a la izquierda y emprenderla por la banqueta de la avenida justo cuando Íñigo arrancaba pues la luz se puso en verde. Bonifacio no tiene cara de temerle a nada. Ni voltea. Cuando arriba a su destino, la casa-oficina del Licenciado, sepulta la bicicleta entre las escobas y los trebejos, se pone el saco, se abotona el cuello, coloca y anuda con práctica la corbata, pasa un clínex por los zapatos, aprieta el paso y se presenta en la garita con su jefe, que lo manda de inmediato a su posición en la entrada principal de la residencia. La ocupa con orgullo y determinación. Sobre la avenida, los carros estacionados de los guardaespaldas de planta hierven en pistolas reglamentarias y armas de asalto en reposo junto a los restos de las Big Mac del desayuno. Bonifacio se siente suficientemente protegido, aunque días hay que se adormila en la eternidad de los moluscos.
En su segunda chamba es distinto. De noche, con la misma indumentaria, en la recepción de un salón exclusivo en la Zona Horrorosa, como le dice a la Rosa. Allí los riesgos de un malentendido son constantes. Medio mundo llega armado y poco dispuesto a soltar. Nunca se sabe en qué puede parar la cosa. Afuera la empresa no emplea un servicio de vigilancia profesional. Las patrullas, que tienen sus horas, son de poco fiar, y peor las escoltas de ciertos clientes, ¿sabes cuáles?, los que más pagan y más monsergan. A ver, diles que no. Con dinero y miedo baila el perro.
Nada de esto interesa o incumbe a Íñigo, que del susto casi sufre un infarto. En serio. Tiene la condición. Gordo desde el año cero, nunca se libra del sobrenombre Cerdillo
cuando la gente lo infama a sus espaldas o cuando lo quieren humillar. Arranca el Golf pistache, que nunca más circulará en sábado, y pasados el camellón y tremendo bache vira a la izquierda sobre la avenida con la taquicardia trepidante, estampados en su retina el rostro seguro y la mueca de desdén del ciclista que se le acaba de cerrar en chinga en su bici, ni se fijó, como si la calle le perteneciera sólo a él.
Íñigo es todo lo contrario: inseguro, apocado, con complejo de intruso, desesperado por caer bien, ser tomado en cuenta, encajar. El rebato del corazón se le apacigua mientras avanza con relativa fluidez por Miguel Ángel hasta que cuadras adelante, a la altura de la casa-oficina del Licenciado, la circulación se interrumpe. Justo ahora llega el senador Muy Gallo a visitar al Licenciado, y eso involucra patrullas escupiendo rayos rojos y azules, nubes de guaruras en puro carro polarizado, camarógrafos y transportes de las televisoras. En fin, bullicio en la esquina. El embotellamiento bajo el imperio del sol le da tiempo a Íñigo de reconocer en naco tacuche negro al ciclista de hace unas cuadras. Mira qué rápido. Y sí, Bonifacio transitó del manubrio a su puesto en oportuno tiempo récord para estrechar de casualidad la mano siempre extendida del senador, más necesitado que nadie en quedar bien.
Íñigo trasciende el nudo de coches y mirones, la remprende al oriente, cruza el puente de Taxqueña y sigue, sigue, hasta dar vuelta un kilómetro adelante a la derecha. De nuevo se ve obligado a frenar con brusquedad, no registró que una pareja cruzaba la bocacalle sin voltear, como si le asistiera un inalienable derecho de paso, como si aquí no fuera México DF. Cierto que el chavo sí venía checando de reojo. Con implícito reproche opone su rostro de piedra al de Íñigo afligido, abraza a su muchacha, que no voltea, tocada con la capucha rosa de su sudadera. Él vigila por los dos. Alcanzan la acera opuesta. Segundos después Íñigo arranca tímidamente y se interna en la callecita, avergonzado de casi llevarse de corbata a la pareja.
Hechos muégano, ni que hiciera tanto frío, Regino y Ligia zigzaguean a la sombra de una fila de cipreses blancos, verdes de milagro. Ella arrinconada entre el pecho y el brazo varonil de Regino que le informa: ¿Vas a creer? El güey del Golf que se nos echó encima tenía cara de cochinito
. Risas encantadoras de Ligia. Nunca sabrá que Íñigo no tiene nada en contra de la especie marrana, al contrario, los puercos vivos le caen bien, y mejor aún si muertos y bien sazonados, a quién no.
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