C
on este título pareciera que estoy en favor de los falsificadores y de las falsificaciones. No, no es así, pero me ofende la pésima calidad de varias de las falsificaciones que he visto, no sólo de Frida Kahlo, también de otros artistas mexicanos.
Sucede que he leído con fruición las confesiones del falsificador Ken Perenyi (nombre quizá prestado) en un fascinante libro, ilustrado en parte con los cuadros falsificados, publicado en una colección de Pegasus Books que no circula ampliamente, pero que es todo un dechado de instrucción, como tratado de restauración y como ejemplo de los cuidados, la solvencia, los conocimientos y la cultura que debería poseer toda persona que quiera suplantar las dotes de otra en cuanto a pintura se refiere.
Para los restauradores, copistas y connosseurs el libro es una joya. El autor, narrador de sus propias memorias, es actualmente un restaurador reconocido y ha dejado al parecer totalmente la obsesión por identificarse con firmas del pasado.
En el caso de Ken Perensyi, el hecho de suplantar identidades se convirtió no sólo en una obsesión, sino en una adicción, y sicológicamente es posible aventurar que cuando tal tipo de quehacer iguala y en algunos casos hasta supera en logro artístico a la fuente imitada, el autor sobrecarga su autoestima en cada una de las ocasiones en las que sus obras son admitidas, apreciadas y valoradas como originales. Máxime si procuran respetables dividendos.
Ken no era propiamente un ambicioso de dinero, no pretendía ventas estratosféricas, no dedicó su vida a falsificar valores consagrados de altísima cotización, como serían en el caso europeo Picasso, Matisse, o más recientemente Francis Bacon. Ya adentrado eligió muy prudentemente pintores del siglo XIX, principalmente estadunidenses, pero también ingleses muy agradables, poco conocidos por el gran público aunque favorecidos por el coleccionismio especializado.
Al inicio de sus actividades se estrenó con dos paisajistas notables del siglo XVII, Van Goyen y Ruisdael; posiblemente los eligió inspirándose en la casi inalcanzable altura que adquirió Van Megeren como falsificador de Vermeer, tanto así que el libro sobre éste, quizá el más famoso falsificador de todos los tiempos, se le convirtió en una biblia en cuanto a técnicas falsificatorias de pintura de tiempos pasados. Con esto no estoy desechando en modo alguno la pericia de falsificadores italianos, pero quizá el caso más sonado en este tema sea el del holandés, citado y analizado por los mejores autores que se han ocupado de esta peliaguda materia.
Perenyi, dotado, con buen entrenamiento pictórico y dibujístico, ya había realizado obras personales –siempre dentro de una cierta penumbra económica–, cuando encontró a un maestro y mánager. Aclaro que este maestro, a quien gratifica y santifica en su tratado, no fue quien lo indujo a apropiarse de identidades del pasado, sólo le sugirió estudiar a figuras poco conocidas de la primera mitad del siglo XIX estadunidense y años subsecuentes.
De allí extendió su actividad a pintores ingleses de género, también del siglo XIX, entre todos ellos, excepto Sartorius, ninguno es muy conocido, salvo por los especialistas y coleccionistas de ese periodo, que encuentran cabida en las subastas de masters no tan old en las principales casas de subastas neoyorquinas y londinenses Sotheby's y Christie's con diferentes filiales en varias ciudades.
Menciono algunas figuras del elenco básico cuya identidad Ken sustrajo: James E. Buttersworth (1817-1894), especialista en pintar hermosos yates de vela, muchas veces en situación de competencia. Fue una tarjeta postal impresa y difundida por la famosa galería Bonhams, con dos veleros en perfecta versión f de Ken, lo que le valió el empezar a ser perseguido primero por los federales y lugo por la FBI. La cosa es que no pudieron probarle nada, dada su inteligencia y su buen manejo de situaciones. Él no vendía falsos, los vendían dealers, galerías y casas subastadoras, él pintaba cuadros marítimos, supuestos retratos de indios, como el famos Oscalka, jinetes o bien pajaritos en sus ámbitos naturales, mariposas, orquídeas y otros vegetales amables, temas predilectos del pintor Martin Johnson Heade (1819-1904), amigo de viajes lejanos que llegó a pintar idílicas escenas de pájaros brasileños que después reprodujo en un álbum de grabados titulado Gemas de Brasil.
El álbum abrió la ambición y la libido de Ken, pero para copiarlo (es decir, falsificarlo) no se basó en el álbum, hizo una pesquisa acuciosa y descubrió que faltaban algunos originales al óleo, que suplió. Sólo en este caso obtuvo dividendos considerables por la venta del cuadro Fat boy, que no representa a un muchacho, sino a un pájaro guardián ante el nido con huevecillos. Esta venta de gran éxito se vio circunstancialmente acompañada de una gran pena. José, su partner, falleció después de padecer una enfermedad larga que requirió enormes erogaciones –Ken cayó en bancarrota–. Cuando se supo el asunto, la demanda de sus falsificaciones, ya consideradas como copias legitimadas, fue tal, que dedicó su taller en Florida a surtirla. A eso adhiere hoy día su quehacer como competente restaurador.
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