P
orque hablábamos de mi admiración por Contra la interpretación, una amiga me contó que ella había tenido oportunidad de conocer a la autora, Susan Sontag; que incluso había llegado a entrevistarla alguna vez y que, para que ella pudiera coincidir conmigo y acordar que ella también admiraba la lucidez de esta escritora, lo mejor habría sido que no la hubiera conocido personalmente nunca.
Así que heme aquí ante el viejo tema de si es bueno o más bien contraproducente conocer en persona a una figura a la que uno admire. En la historia literaria se dan las opiniones encontradas y la verdad es que cuando yo me detengo a reflexionar en cuál de los dos extremos me situaría, de manera invariable llego a la conciliadora respuesta contenida en la expresión Depende, pues a veces opinaría que es bueno, a veces que es contraproducente y, aun, que en ocasiones no sabría, pues los opuestos se invierten y lo que era bueno se convierte en contraproducente y viceversa. La llamo postura conciliadora, pero puede considerarse indecisa y hasta cobarde. Peor se calificaría si yo sostuviera que, se le llamara como se le llamara, a mí me parece la postura indicada para el escritor, ya que lo ideal para conocer al otro es ser capaz de meterse en sus zapatos y ver la vida y el mundo desde su mirada, resulte de ésta lo que resultara. ¿O no?
En todo caso, estas ideas o reflexiones me llevaron a suponer que eran aplicables a la lectura. Me pregunté si no habría sido mejor no haber leído biografías ni ningún otro género de escritura que directa o indirectamente hubieran opacado, aun en un mínimo detalle, la imagen que yo tuviera de tal figura antes de leer dichos textos. Pero el deseo de no haberme enterado nunca de datos verdaderos, falsos, aproximados, falseados, de mis héroes y heroínas en particular de la historia literaria, me pinta como una lectora insegura a la que le hace falta madurar, o algo por el estilo, aunque más profundamente hablando, después de todo, no sea esto lo que en realidad me inquieta sino el hecho de que sea este tipo de información opacadora, por llamarla así, lo que uno recuerde del texto en el que se topó con ella, para su mal.
Cuando me sucede haber leído un libro que parecería haber sido escrito para recoger y transmitir sobre figuras destacadas específicamente información de esta naturaleza opacante, por llamarla así, me niego a comentarla, quizás a manera de primer paso para olvidarla, por más que por experiencia de sobra sepa que una vez que uno recibe información opacuosa, por llamarla así, difícilmente llega a desterrarla de su memoria, no sé por qué.
Sin embargo, así como de modo contundente no pienso repetir las opacidades que he conocido de mis heroínas y mis héroes en particular de la historia literaria con tal de, si no he de poder olvidarlas, al menos no contribuir en lo mínimo a reforzar su intención opaquística o de opaquismo hacia la imagen brillante de mis héroes y heroínas, tampoco pienso ocultar los brillos con los que me topo sin proponérmelo y que, sin proponérselo, de pronto hacen brillar a una figura que por esto o por aquello se encontraba opacada en mi memoria y, de opacosa, por llamarla así, de pronto me la transformaran en héroe o heroína en particular de mi historia literaria particular.
Hoy me voy a referir al poema Hablo de la ciudad, que el Correo del Sur publicó en sus páginas para conmemorar el centenario del nacimiento de su autor, Octavio Paz. ¡Cómo me gustó! Así de genuina y llanamente lo declaro, sin otro tipo de aparato crítico en el que basarme salvo el de mi impresión personal, despejada de todo y cualquier aparato crítico o acrítico, incluso de la pretensión de saber qué es un poema y mucho menos, por supuesto, la de tener el menor entendimiento de qué es un buen poema. Leí el de Paz de frente, ¿o cómo decirlo?, en la voz alta del oído interno, de pie y con una fluidez sin piedras que me hicieran tropezar a la orilla del abismo, con una presencia de la narración que se expresaba y se desenvolvía, sintiendo la fuerza y realidad que las palabras y las imágenes acarreaban y que, al traer el poema a mi presente, lo mudaran en presencias audibles y palpables, luminosas en tres dimensiones, o como fueran, siempre que no fueran interpretables, porque al leer Contra la interpretación aprendí que sólo hay una manera de apreciar una obra de arte.
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