P
or fortuna en su siguiente entrega a La Voz Brava, Clarisa Landázuri contó el desenlace de La mesa en querella, según debió haberse titulado su columna en aquella ocasión. Y como supongo que esa primera parte dejó al lector en suspenso como a mí, con el deseo de complacerlo registro aquí para él la segunda, aunque, para bien o para mal, con la probable noticia o la probable advertencia de que puede no tratarse del final.
"Quizá por vergüenza o por rabia de que la mujer de la boina les hubiera cedido a él y a su hijo la mesa en el café y desprendidamente se hubiera salido a la terraza sin mirar atrás, el hombre a su vez salió del recinto. Perdió su turno en la cola ante el mostrador, y en vez de tomar de la mano al minusválido adolescente al que había utilizado para apartar la mesa, que según él mismo no debía apartarse, lo obligó a seguirlo al jalarlo del hombro y forzarlo a dar pasos tan largos y rápidos como el chico pudiera, si no quería rezagarse y quedar abandonado a su suerte, o al menos sin una perspectiva próxima de desayuno, que al parecer era lo que habían estado esperando juntos, en complicidad, sin duda con expectativa y apetito crecientes, situación que, aparte, había sido el origen de la desagradable y desafortunada rencilla de la mesa con la señora sin cejas o de la cabeza rapada.
"Lo cierto es que no perdí de vista la espalda del hombre y la coronilla del joven que a tropezones lo seguía hasta que el par desapareció por la avenida, lo que coincidió con que un nuevo insospechado cliente del café con desenvoltura ocupara la mesa al pie de la ventana, en el sillón que quedaba enfrente de mí y, según pude constatar, por lo que hacía a un orden determinado, triangularmente entre la mujer de la boina y yo, ella del otro lado de la ventana, aunque de modo que yo seguía viéndola a ella, si bien sólo de perfil (por la nariz grande, el suyo podría considerarse un perfil árabe, de acuerdo a las características que en Occidente por lo común se atribuyen a quienes son o descienden de pueblos del Medio Oriente), pero él no podía verla, ni siquiera de perfil. Desde el principio imaginé además que si él se hubiera cubierto la cabeza con un sombrero o con lo que fuera, de ningún modo me habría dado a mí la impresión de estar escondiendo una calvicie no buscada, como en cambio parecía revelar la situación de la mujer rapada. El nuevo cliente, con o sin ningún tipo de turbante o el amarre que fuera sobre el pelo, a su vez tenía un aspecto inconfundible de árabe, moreno, corpulento, cejudo. Tenía una cabellera abundante y una barba cerrada bien cuidadas y blancas, por más que él no pareciera haber alcanzado aún los setenta años de edad. Por su ropa, daba el aspecto de ser un investigador humanista (al vestir, los científicos son menos esmerados) o un académico; por los anteojos que llevaba puestos; por el cuaderno que abrió y acomodó delante suyo como en espera de anotar en él un dato importante, a juzgar por la pluma de oro deslumbrador que sostenía entre los dedos. Por el porte, resultaba evidente que se trataba de alguien tan seguro y orgulloso de sí mismo que su presencia en un café era incongruente. Él parecía estar hecho para los grandes salones, las grandes oficinas, los grandes restaurantes. La inquietud que de pronto mostró al ver el reloj, apenas algunos minutos después de haber ocupado el sillón ante la mesa, era otro indicador de que él no era una persona de café, pues si algo tienen quienes frecuentan los cafés, se trate de gente que sea importante o no, o de que quiera parecerlo o no, es que no tienen prisa, y el árabe
que yo observaba tenía prisa, tanta que ni siquiera café pidió. Al comprobar que los escasos minutos pasaban, como si hubiera decidido no conceder un segundo más a quienquiera que pareciera haber estado esperando, guardó su libro y demás parafernalia en el maletín y se fue.
No bien se había marchado el árabe que no había ocupado ni cinco minutos la cada vez más misteriosa mesa enfrente de mí, irrumpió de prisa la señora de la boina, en clara búsqueda de alguien preciso, dispuesta a no marcharse sin dar con él. Buscaba con tal insistencia que más bien escudriñaba las caras. Miraba la hora. Parecía no aceptar que su cita, si es que ésta en realidad había llegado al café, no la hubiera buscado a ella, que se hubiera ido sin hacer nada por encontrarla.
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