E
n estos días en que todo parece ser un espectáculo, desde la escenografía macabra del valle de San Fernando o las decenas de cabezas rodantes que se lanzan en pistas de baile, hasta la banalizacion de la política y la educación, la importancia de la lectura o el qué leer adquieren un alcance que no habíamos imaginado.
Todo en estos días, nos dicen, tiene que ser divertido, asombroso, inteligente, instantáneo: siempre estamos ante la noticia más espeluznante, la mejor puesta en escena del año, la película del siglo, la luz inteligente de nuestro edificio que se enciende cuando entramos o ante nuestro divertido smartphone capaz de reconocer nuestra huella digital para, como en un ábrete sésamo, ofrecernos los tesoros de sus aplicaciones.
No nos importa que esos récords, Guinness o no, se renueven con otros más espectaculares en unas cuantas semanas. No importa que nuestros gadgets y automóviles tengan una fecha de caducidad debidamente calculada.
Decía que la lectura tiene un papel fundamental en este reino de lo efímero, porque la palabra fija, ordena, clasifica por su simple uso. Es hija de la memoria colectiva y el mejor espejo de la humanidad. A diferencia de las pinturas, las fotografías o las películas, sus signos negros encierran memoria e imaginación. No la imaginación de otro, sino la que imaginamos del otro y la nuestra.
Desgraciadamente el uso de la palabra se ha multiplicado como nunca antes y, como nunca antes, se ha banalizado. Según encuestas de la Academia Mexicana de la Lengua, referidas por Ernesto de la Peña, nuestros jóvenes utilizan para comunicarse poco más de 200 palabras y si pensamos que Cervantes utilizó para escribir Don Quijote de la Mancha 22 mil 939, el panorama es desolador. Una proporción similar ocurre con los jóvenes angloparlantes y la obra de Shakespeare, que se valió de más de 20 mil vocablos para escribir su obra. Si esos dos clásicos son, como es cierto, muestrario de lo humano, nuestra idea de humanidad parece demasiado precaria.
Vivimos en la época en que más se lee y más se escribe gracias a las nuevas tecnologías. También en la que menos leemos en materia de calidad. El mercado, que es un mecanismo para facilitar el consumo, ha alcanzado también al mundo de las letras. Los mejores libros, los autores de valía, no son necesariamente los mejores, sino los que más venden.
Y es esa falta de controles de calidad la que permite encontrar libros con problemas en el uso del lenguaje desde sus primeras páginas y periódicos de circulación nacional con dificultades en materia de sintaxis, como señaló de manera reiterada José Emilio Pacheco. ¿Cómo confiar en un periódico que no cuida su materia prima, que es el lenguaje? ¿Ese desaliño no será similar cuando maneja la información? ¿Cómo aceptar a un escritor para quien las palabras valen menos que su siguiente contrato?
Antes de morir, Ryszard Kapuscinski publicó unas reflexiones que no han perdido vigencia. Le sorprendía que los escritores no tocaran las grandes guerras de nuestros días, los grandes conflictos y se dedicaran a recrear mundos más cercanos a los temas de moda. Se refería a aquellos que prefieren escribir, por ejemplo, sobre las crisis financieras a partir de unos personajes mal hilvanados a hacerlo sobre las guerras en Medio Oriente.
Gustave Flaubert, escritor del siglo XIX, pudo decir "Madame Bovary c'est moi". ¿Algún escritor de nuestros días podría decir algo semejante? Fernando del Paso podría decir con orgullo Yo soy Carlota
por la magnífica construcción de ese personaje en su Noticias del Imperio. Lo mismo podría haber hecho Stieg Larsson con Lizbeth Sallander, que forma parte ya, a decir de Mario Vargas Llosa, de la inmortalidad que sólo la imaginación de miles de lectores puede garantizar. ¿Qué escritor del circo literario podría decir lo mismo con alguno de sus personajes y asegurar que a sus palabras no se las llevará el viento?
El verdadero éxito en materia de libros será duradero o no será. El escritor del año deberá ser de todos los años. Los clásicos son los best sellers de todos los tiempos. Ya lo he dicho en otros momentos: lo nuevo, lo novedoso, no siempre se encuentra en lo último o en lo más reciente. A veces encontramos algo nuevo en un poeta del siglo VII o en un escritor de la época victoriana.
Si hoy como nunca la imagen se ha convertido en el discurso dominante, rescatar a la palabra de los meandros del lenguaje para hacerla circular de nuevo es cosa de vida. No podemos conformarnos con habitar un mundo de 200 palabras.
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