Jessica Duchen
The Independent
Periódico La Jornada
Domingo 11 de enero de 2015, p. 3
Cuando la producción de Tristán e Isolda, de Wagner, del director Christof Loy, se estrenó en la Royal Opera House de Londres, en 2009, parte del público sufrió un colapso. El escenario estaba dominado por un largo y alto muro diagonal, y las personas sentadas en el extremo izquierdo del auditorio descubrieron que su línea de visión prácticamente no existía.
Hubo fuertes abucheos; cualquiera se enfurecería de pagar precios wagnerianos –en todos los sentidos– por una ópera que apenas si se alcanzaba a ver.
Sin embargo, más allá del muro, la producción era fascinante desde el punto de vista sicológico, y ahora está de vuelta en Covent Garden, con Nina Stemme, considerada por muchos la más grande soprano wagneriana de la actualidad, en el papel de Isolda. Y el ángulo de ese muro se ha recorrido unos grados; el teatro ofrece a precio reducido los asientos donde la vista aún es restringida.
A diferencia del teatro comercial, la ópera no tiene la bendición de una ronda de funciones previas al estreno en las que el equipo creativo puede afinar el montaje y pescar cualquier posible falla.
Si algo sale mal, tiende a ocurrir bajo los reflectores de críticos acerbos y públicos que pagan el precio completo de entrada. Ocurren errores –el de este montaje no fue poca cosa–, pero ¿cuánto puede y debe cambiar una producción cuando no complace al público?
Dictador benigno
Para la mayoría de los directores, la idea es anatema. Un buen director tiene, en cierta forma, que funcionar como un dictador benigno para desarrollar un concepto consistente, y cualquiera necesitaría la piel de un gran reptil para que se le resbalaran todas las reacciones negativas. Tratar de quedar bien con todo mundo conlleva el riesgo de no complacer a nadie; además, la controversia a menudo actúa como fuerza impulsora en la ópera. Si se dice algo fuerte, alguien en algún lado se disgustará.
Y en el mejor de los casos, esa es la razón precisa por la que el director debe mantenerse en sus 13. La producción de Patrice Chéreau de El anillo del nibelungo, de Wagner, en Bayreuth, en 1976, situada en la Revolución Industrial, fue recibida con revulsión considerable en un principio, pero a su debido tiempo se convirtió en un clásico.
Por otra parte, a veces se tiene la sensación de que el equipo creativo está tan cerca de un concepto que los problemas prácticos no son evidentes hasta que se prueba en público. Tal fue el caso del incidente conocido ahora, horriblemente, como el dumpygate.
En Glyndebourne, el verano pasado, la nueva producción de Richard Jones, El caballero de la rosa, de Strauss, fue desaprobada por la crítica por el físico de su Octavio, joven personaje masculino interpretado por una mujer. Tal vez Jones quería resaltar algunas fuerzas homoeróticas subyacentes en la pieza presentando un Octavio de aspecto femenino, pero el resultado suscitó comentarios de abominable crueldad. Con el tiempo, Octavio fue despojado de las medias y la chaqueta de color pálido y ataviado con tonos negros y morados, que lo favorecían más.
En el estreno de Tristán e Isolda de Wagner, de Christof Loy, en 2009, parte del público sufrió un colapso: la visibilidad en algunas secciones era nulaFoto Tomada de Internet
Una producción que sigue cambiando, pero al parecer sin el resultado previsto, es la puesta del Mariinsky de El anillo..., de Wagner, que acaba de presentarse en Birmingham. Su concepto –basar los dioses, monstruos y ocasionales humanos en símbolos mitológicos de las leyendas escitas y osetas, con un toque del antiguo Egipto– fue concebido por el director Valery Gergiev y diseñado por George Tsypin, pero ningún director de escena vigente la ha montado.
Cuando se presentó en la Royal Opera House, en 2009, tuvo infortunios como entradas y salidas visibles, dramáticamente desastrosas, y muchos otros errores evitables. Un crítico describió la puesta como una desgracia
.
Algunas reacciones a la presentación en Birmingham sugieren que ciertos aspectos podrían haber mejorado, pero no lo suficiente. Es una producción que sin duda no necesitamos
, escribió un reseñista. A veces, por más que algo se estire, es imposible de arreglar; es mejor empezar de nuevo.
Sin embargo, cancelar una producción es una medida desesperada. El año pasado, el director Burkhard Kosminski, al montar Tannhäuser, de Wagner, para la Deutsche Oper am Rhem de Düsseldorf, ubicó su producción en el Tercer Reich, explorando gráficamente el tema de la culpa individual en tiempos de los nazis.
Se anticipaba controversia, y Kosminski accedió, después del ensayo con vestuario, a acortar una escena en la que Tannhäuser era obligado a dar muerte a tiros a una familia. Pero, luego del acoso del público y protestas de la comunidad judía, el director de la compañía tomó la drástica decisión de retirar la producción. El comunicado del teatro señalaba que algunas personas del público se habían alterado tanto por ella que requirieron atención médica
. En una entrevista, Kosminski describió la cancelación como censura del arte
y añadió: Ese es el verdadero escándalo
.
Por fortuna, respuestas tan ruinosas son escasas. En octubre, la Met de Nueva York siguió adelante con la siempre controversial ópera de John Adams La muerte de Klinghoffer (que aborda los sucesos que rodearon el brutal asesinato del pasajero de un crucero judío por terroristas palestinos), pese a protestas callejeras y a una interrupción orquestada dentro de la sala la noche del estreno, la casa terminó con un triunfo. Las acusaciones de que la obra era antisemita quedaron desacreditadas; reseña tras reseña señaló que tal noción carecía de sentido, y la Met anunció pronto que la producción, de Tom Morris, había vendido más localidades en la semana posterior al estreno que cualquier otra ópera de su repertorio.
Por supuesto, hay que mover los muros mal colocados y dejar claros los conceptos, aunque tal vez sin enviar asistentes al hospital; pero los directores de ópera y los de las compañías deben estar dispuestos a defender su terreno. Para eso están allí.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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