E
ntre rumores, escándalos a media voz, ausencia de algunas grandes editoriales, protestas de autores y otras controversias, fue inaugurada la edición 35 del Salón del Libro de París, principal acto comercial de la literatura en Francia.
Desde luego, no es ninguna novedad que este acontecimiento, más mundano y de negocios que literario, hay quienes lo califican incluso de feria
del libro, aparezca con su cortejo de divas y primas donas, tenorios y otros figurones del mundillo intelectual, dispuestas y dispuestos a atraer la atención, y sobre todo los reflectores, a cualquier precio, sea éste el del ridículo. A final de cuentas, asesino jubilado como lo definió Michel Laclos en sus brillantes crucigramas, puesto que ya no mata a nadie en tiempos menos atrevidos que ridículos, cuando lo importante ya no es lo que se dice –ni quién escuche– sino emitir el mayor ruido que pueda salir de una garganta humana.
Rumores, cada vez más fuertes, sobre el posible y deseado retorno al Grand palais, ese espléndido edificio construido para la Feria Universal de 1900. Sede suntuosa, bajo sus grandes cúpulas de vidrio y herrajería, donde el libro tenía un lugar apropiado bajo las luces tamizadas de ese palacio. Situado entre el Sena y los Champs-Elyséees, era un sitio que invitaba a un paseo y, dada su ubicación, entre arboleda y río, a intercambiar reflexiones sobre el libro. A causa de los trabajos para restaurar el monumento, deteriorado por el tiempo, el Salón del Libro se mudó temporalmente, en 1993, a las instalaciones del Palais des Expositions, conjunto de gingantescos y deshumanizados hangares para recibir salones industriales como el de la agricultura, la aeronáutica o el automóvil. La enormidad del espacio dio lugar a un crecimiento incontrolable de un salón destinado en forma primordial a la literatura. Entraron libros de caricaturas y monitos, objetos y juguetes, cada vez más alejados de la vocación literaria con la cual, en principio, se creó este acto. El libro fue dejando su carácter creativo, motivo de gozo y reflexión, para transformarse en otro producto industrial cualquiera.
El encarecimiento de los módulos provocó, entre otros motivos, la ausencia de editoriales importantes. Pero también los deseos de volver al Grand Palais, como declaró el director general de Hachette, parte de un grupo financiero que ha ido comprando editoriales al borde de la quiebra... y otras industrias diversas.
El gigantismo de este tipo de actos no es, sin embargo, un signo de salud. Los miles de metros cuadrados, la cifra desorbitante de negocios, los cientos de miles de visitantes, las centenas de editoriales, de las cuales tanto se vanaglorian los organizadores, no son necesariamente un beneficio y una virutd cuando se trata de salones y ferias de libros, objetos vivos destinados a un placer solitario: la lectura. Cuando pregunté al director de una editorial mexicana si era real la cifra de negocios que anunciaba la Feria de Guadalajara, me dijo que se debía a la venta de cd, juguetes, camisetas y otros objetos paralelos al mercado del libro.
En París, por su parte, escritores descontentos lanzaron una carta pública de protesta acompañada de un mitin. Esta declaración fue titulada: Sin autores no hay libros
. Sus ingresos se han ido reduciendo a causa de los nuevos impuestos decididos en Bruselas, sin contar el temor, real, que provoca el pirataje de los libros gracias a Internet.
A pesar de los descontentos, el Salón se realiza con éxito. El invitado de honor ha sido Brasil. Su literatura, mal conocida en Francia, ha causado curiosidad e interés.
Por fortuna para Brasil, gracias a los 47 autores presentes, se pudo conocer una verdadera escritura novedosa, urbana y realista. Como señala Daniel Galera, lejos del realismo mágico. Cabe preguntarse si la violencia de las ciudades remplaza con fortuna la imaginación. Toca a los escritores brasileños responder a este desafío.
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