L
a segunda colonia Periodista, ahora Francisco Zarco, en honor a un personaje cuyo espíritu anarquista es la quintaesencia de la mexicanidad, vio construir sus últimas casas hacia los primeros años de la década de los 60. La primera tanda de construcciones en ese oasis residencial se llevó a cabo antes de 1950. A causa de la falta de créditos, se retardó alrededor de una década la realización completa de ese pequeño plan urbano en un terreno baldío, ocupado antaño por una hacienda. Ante los ojos maravillados de los niños, quienes oscuramente saben que sin la destrucción de los bárbaros no puede surgir lo nuevo, el casco de la hacienda fue demolido.
Entre los primeros colonos de esa tierra de nadie se contaban varios periodistas, quienes, sin duda por sus lazos con la escritura, el arte y, en ocasiones, la mismísima Historia del país, formarían parte de ésta. Y, a veces, sin quererlo. Ni temerlo. Ahí vivían el estridentista Germán List Arzubide, el original Renato Leduc, el crítico del muralismo Antonio Rodríguez o Rosendo Gómez Lorenzo, alias El Capitán Sangre Fría, conocido por sus asaltos a caballo contra la fortaleza de Trotsky al lado de Siqueiros. O había vivido, antes de emigrar a Polanco, el poeta Efraín Huerta.
Junto a la casa de Leduc, su patio trasero dando al parque, se elevaba una construcción de paredes blanquizcas. Una de sus ventanas, en el primer piso, cuando todo el barrio dormía a oscuras, emitía su luz a la vez amarillenta y avejentada. El habitante de esa casa debía levantarse al alba cada día. O más bien, cada crepúsculo matinal. ¿Lo inspiraban las estrellas evanescentes, a cada segundo más pálidas, de ese cielo cada vez menos negro?
Muchos amaneceres me intrigó la sombra de la tempranera persona que permanecía de pie junto a su ventana: parecía hablar a solas, o hablar con alguien que no le respondía. Yo me preguntaba si no era ésa la conducta de un hombre solitario. O,acaso, la de un escritor que se escucha decir los párrafos que escribe.
La respuesta era menos poética, más intrigante. Un dejo novelesco hacía soñar en las madrugadas de dos personajes tan distintos, tan cercanos y distantes como eran el Presidente de México y un cuentista, un hombre que pretendía dirigir el país y otro que dirigía una revista de cuentos.
En realidad, Edmundo Valadés dictaba a una secretaria el resumen de prensa que dos motociclistas, enviados por las oficinas de la Presidencia, esperaban para llevarlo al jefe de Estado.
Vecinos, mi padre, Roberto Hernández, director de un diario de deportes en la época, tenía una casa al otro lado del parque. Así, me decidí a tocar a su puerta una tarde. Habría querido no encontrarlo ni darle el cuento que publicó en su revista y no reconocí.
No me di cuenta de las largas horas de esa tarde que pasamos platicando, con pasión, exaltándonos uno a otro, repitiéndonos frases de Marcel Proust.
Esa misma tarde, Edmundo Valadés me invitó a ayudarlo en la lectura de los cientos de manuscritos que le llegaban. Nunca sabré si su invitación se debió a una confianza inmerecida en mis juicios literarios o al placer de compartir por las tardes su amor por la obra de Proust.
Para quien pudiera extrañar la pasión por un libro de más de 2 mil páginas en un hombre que ponía por encima de todo la brevedad de un relato, la explicación estaba en Las mil y una noches, libro de cabecera de Proust. Valadés leía La Recherche como una infinidad de relatos. Veía un cuento en el espionaje de Swann, quien cree ser engañado por Odette cuando se equivoca de ventana, un relato en la escena de las zapatillas rojas de la duquesa, una minificción en la famosa frase de Swann: "Y pensar que viví el más grande amor de mi vida… por una mujer que no me gustaba, que ni siquiera era mi tipo".
Esto no le impedía contarme una y otra vez la historia del verdugo que sueña con ejecutar de un tajo perfecto a un condenado. Su sonrisa, ¿enigmática?, acompañaba el relato.
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