E
l muy remozado Museo Amparo que en sí mismo constituye un objetivo de visita, exhibe ahora una exposición dedicada a la obra de don Manuel proveniente del Jeu de Pomme y de la Fundación Mapfre de Barcelona, bajo curaduría de dos distinguidos especialistas: la investigadora mexicana Laura González Flores, del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México y el renombrado crítico cubano Gerardo Mosquera.
Lo primero que ocurre decir es ¡qué buena elección de lo que es una reapertura de ese recinto cercano a su total remodelación! No sólo por la estatura mundial del fotógrafo, sino por la índole de obras ahora exhibidas que, o resultan inéditas, o corresponden a piezas que han sido poco vistas sin que por ello falten las más conocidas, que van integrándose a los diversos rubros en que fue dividido el material, consistente en lo básico de pocas impresiones vintage, unidas a impresiones tardías realizadas por el propio artista a veces con la ayuda de Colette, su mujer, a copias de museos en impresión digital, a los ejercicios cinematográficos y a piezas inéditas del archivo Álvarez Bravo que está a cargo primordialmente de Aurelia, la hija del artista, de su hermana Genoveva y de Colette Urbajtel, quienes colaboraron con entusiasmo en este proyecto, lo que desde mi punto de vista habla estupendamente del tacto y la precisión que desplegaron los responsables de la curaduría.
Esta implicó profunda revisión de archivo y examen de las negativas
(así denominaba don Manuel a los llamados negativos), de los ensayos cinematográficos en super 8 que fueron conservados en latas, los contactos, las pruebas de impresión, algunas stills de cine que sí eran conocidas y sobre todo de sus escrituras que conforman aún ahora un archivo susceptible de ulteriores pesquisas.
Hasta donde un espectador con algún conocimiento de la obra del maestro alcanza a percibir, es su calidad de constructor, es decir de compositor de tinte moderno, simbolizado en la toma que le mereció en 1929 el premio de La Tolteca, el eje principal de la estética que se buscó, pero no por eso faltan las incursiones surrealistas con las que ha tendido a caracterizársele quizá con excesiva insistencia, aunque a la vez con cierta razón si uno recuerda, por ejemplo, la serie de la Buena Fama durmiendo o la del azar que llevó a la impresión invertida de Parábola óptica y asimismo al ingenio que supone denominar Escala de escalas la toma de las escaleras que rematan en un pequeño ataúd blanco y la bocina que aparece colocada en otro. En tónica distinta hay una impresionante toma del cuello y cabeza no del todo visible ni reconocible de Lola Álvarez Bravo que hasta donde puedo saber jamás ha sido antes exhibida. Don Manuel, cuyas intenciones solían mostrarse semiocultas, encuadró su cabeza echada para atrás de modo que la nariz hace línea de horizonte con el fondo. El efecto es eminentemente fálico, la toma impresiona desde luego por el ángulo, pero igual porque podría develar un mensaje privado del fotógrafo.
El aspecto de la construcción queda clarísimo en algunas de las piezas no muy conocidas y podría decirse que ni siquiera altamente notables, como la pila de Libros c. 1930 o El gran hueso del mismo año. Para mí, Plumero de 1928 fue una revelación, por cierto inquietante, lo mismo que Mechón, ca. 1945, que en cierto modo se le analoga y que puede tener que ver con ciertos tintes fetichistas que suelen ser inherentes a muchos artistas y que provocan aquella inquietante extrañeza
propia de lo cotidiano que resulta ser a la vez raro o inusitado tal y como lo analizó Freud al comentar el cuento El arenero, que tiene que ver con los ojos, con lo inerte y con lo consabido que en determinados contextos provoca estupor.
Hay otra pieza inédita que hace pensar en una medusa: Trapos y mecates, 1970, no es conocida y es impresión digital, al igual que Comal de lámina del mismo año. La boca abierta en la primera de éstas es casi idéntica a la boca abierta de la medusa de Caravaggio: el hueco oscuro que allí se forma en la parte inferior del rostro aparece también en otras tomas, como Retrato desagradable, 1945, en el que el maldoso don Manuel –no me arrepiento de llamarle así– ocultó parcialmente la identidad de su modelo haciéndole usar unos lentes redondos, muy oscuros, un bonete del que emergen mechones que parecen shirgas y un poco favorecedor vestido regional con escarolas. En lo personal, tengo la sospecha de que la modelo es Doris Hayden, pero no podría asegurarlo porque el retrato de ella también exhibido –no conocido hasta donde puede saberse, a color y en impresión digital– muestra sólo su perfil en pose muy convencional, como de cartel.
En suma, se requiere de un buen tiempo para calibrar los principales aspectos de este singular conjunto que si bien no tiene un carácter propiamente retrospectivo, da cuenta de aspectos que no se centran en la mexicanidad, presente en otras muestras dedicadas al artista, algunas sí se exhiben porque son íconos del siglo XX mexicano y universal.
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