M
ás de 60 años después de su última representación (Bellas Artes, 1952), llegó la muy esperada reposición triple (Durango, Cuernavaca, Bellas Artes de nuevo) de la ópera Atzimba, de Ricardo Castro, en el contexto de su 150 aniversario natal. Era imperativo reponerla, por muchas razones, y era imperativo verla y escucharla, por otras tantas. La experiencia resultó muy ilustrativa.
Desde el punto de vista argumental, Atzimba es una historia operística más del rubro durmiendo con el enemigo
, al que pertenecen también óperas como Aída y Norma, entre muchas otras. Desde el punto de vista del texto, Atzimba está basada en uno de los peores libretos jamás puestos en música, pergeñado por Alberto Michel; es un libreto tan impresentable como el que escribió Manuel Muñoz para el Tata Vasco de Miguel Bernal Jiménez. Rima ramplona, sórdida sintaxis, métrica machacona y, a lo largo de los tres actos de la ópera, ni un solo giro literario rescatable, ni una sola idea humanista o espiritual recordable. De la ínfima calidad del texto de Michel surge uno de los principales defectos de Atzimba: el hecho de que en grandes trechos de la obra, la música de Castro parece haber sido escrita no a favor sino en contra del flujo natural de la lengua castellana, lo que provoca que el discurso operístico progrese a tumbos y tropezones. La audición de Atzimba hace evidente, también, que el estimable talento de Ricardo Castro para la escritura pianística y la solución de ciertos problemas orquestales tiene como contrapeso una clara inexperiencia en la composición para la voz humana. Testigos fidedignos de ello, los dos cantantes protagonistas de la ópera, Violeta Dávalos (Atzimba) y Carlos Arturo Galván (Jorge), quienes tuvieron que lidiar constantemente con roles escritos en regiones más que incómodas de sus respectivas tesituras. En el parco reparto vocal de esta Atzimba destacó el trabajo siempre sobrio y profesional de Armando Gama en el rol de Hirepan, y una sólida y mesurada encarnación del rey Tzinzitcha a cargo de Carlos Sánchez.
En lo teatral, el director escénico (Antonio Salinas) tuvo que trabajar con un texto básicamente estático que no dio para mucho. La puesta en escena, que fue abucheada en las dos funciones ofrecidas, pecó de una extraña cualidad pluriétnica y policultural que si en general no provocó más que la extrañeza del público, en ciertos aspectos puntuales sí derivó en peculiares equívocos icónicos, como el hecho de que el coro de la comunidad purépecha tuviera el aspecto de una cofradía de frailes encapuchados. Y justamente por las enormes limitaciones dramáticas del libreto, es posible rescatar el hecho de que en ciertos puntos de Atzimba (particularmente los momentos finales de los actos segundo y tercero) el director de escena asumió sin ambages todo lo que la ópera tiene de espectáculo fastuoso (otros dirían gran guiñol) y logró algunos cuadros de indudable atractivo plástico.
Así pues, de esta interesante e importante ópera mexicana queda ante todo la comprobación del buen oficio de Ricardo Castro como compositor, a través de una partitura sólida y bien trabajada, con momentos sobresalientes de orquestación y, sobre todo, con la evidente (y por momentos muy bien lograda) intención de evadir los clichés de la ópera italiana del momento y acogerse en cambio a un perfil estético más ecléctico, sin por ello dejar de mostrar una personalidad musical propia. Entre los logros de la partitura de Atzimba habría que destacar, por ejemplo, la iridiscente luminosidad de las últimas páginas del primer acto. Y si algo hay que agradecerle al tacto e intuición de Castro es el hecho de que evitó a toda costa caer en las trampas del indigenismo folcloroide de perfiles turístico-pintorescos que aquejan a tantas otras músicas mexicanas análogas. Cabe destacar aquí la verosimilitud de la orquestación reciente de Arturo Márquez al segundo acto de Atzimba, que se perdió en 1952. Esta vez, y en contra de lo que suele ocurrir con tanta frecuencia en el foso del Teatro de Bellas Artes, fue posible escuchar con claridad y proyección a los cantantes, gracias a una colaborativa dirección concertadora a cargo de Enrique Patrón de Rueda.
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