C
omo tantas cosas en la vida, los Mundiales siempre me agarran por sorpresa. Por más que refunfuñe y me ponga criticón y politice mis opiniones, el hecho mismo del torneo-espectáculo, su desarrollo y su con frecuencia épica conclusión implican un hechizo inevitable. Y más si se trata de un Mundial tan bonito como este. Nunca estoy suficientemente preparado para que suceda, y lo hace cada cuatro inexorables años; alguno me lo perdí por andar batallando en tiempos extras y ni me acuerdo. ¿Cuántos millones de chavales (y hoy chavalas) que en el mundo son y han sido los últimos qué, 70 años, sucumben a esa magia inefable cuya trayectoria global ha ido de la mano de los medios de comunicación? Empezó por la radio (imaginen, México ya andaba en el Mundial de 1930). En aquellos tiempos heroicos de locutores ametralladora y escopeta la audiencia contaba sólo con los ojos de los narradores. Ya con eso tenían para levitar un partido en vivo. El fenómeno apretó después de la Segunda Guerra Mundial, y el Maracanazo, como la Depresión de 1929 y los juicios de Nüremberg, ya ocupaba un lugar en la historia universal cuando llegué a la edad de la memoria.
El primer, nebuloso Mundial que entreví en primitivo blanco y negro fue la apoteosis de un milagro: Pelé, de 17 años, probando a los ojos del mundo que la magia existe, al menos en futbol; junto con esa araña inenarrable, Garrincha, partió a los suecos por la mitad. O quizá hago trampa y mi primer Mundial verdadero fue el de Chile en 1962. Nada mal para un niño mexicano de la época: nuestra selección era simpática y querible, y le dimos con todo al futuro subcampeón, Checoslovaquia, aunque España nos encabronaría en un último minuto de maleficio franquista. A la sazón el juego de Brasil había alcanzado la altura del arte, en tierras donde la poesía ya era portentosa y viva, la música un crisol portentoso y vivo. Adicionalmente, en el globo entero decenas de países participaban también en la invención del futbol que conocemos hoy.
Que no todo es magia se demostró en el torneo de 1966 en Inglaterra. El asedio criminal de las escuadras búlgara y lusitana, con la complicidad británica, derribó al Rey Pelé ponchándole una de sus prodigiosas piernas. Un violento Mundial en el que se impusieron las escuadras del norte a punta de hachazos, y en una final escalofriante y medieval contra Alemania, Inglaterra se llevó la copa.
Los Mundiales siempre llegan cargados de significados y usos. Se las olió Mussolini, aunque a Hitler se le escapó el punto. Bien que le serviría (y no) a la siniestra dictadura argentina. El primero en México aceitó la transición de Díaz Ordaz a Echeverría. Hoy los aprovechan todos los gobiernos, y más cuando éstos cargan culpas.
Como otras experiencias clave, el futbol me llegó solito. Era inexistente en mi casa, a mi padre nunca le interesó, salvo quizá la efeméride épica (una de esas) de Alemania Occidental venciendo en Berna al favorito, Hungría, en 1954, hecho que marcaría el renacimiento de un país en cenizas, rebanado y castigado por la decencia del mundo. Otra vez el Mundial como hito histórico en alguna parte.
Ahora, la revelación real, definitiva y única sucede ¿en qué momento posterior a la lactancia?, cuando pateas con intención la primera bola y de ahí en adelante ya no puedes parar. El goce del chute y la descolgada, de matarla, el pase, el drible, la finta, el chanfle y la palabra sacrosanta: gol
. Hube de degenerar en adulto para entender que el futbol proporciona una suerte de estructura ética y práctica. Albert Camus, quien fue portero, encuentra en el equipo de once la combinación ideal para que colaboren los camaradas. Todo jugador es indispensables. La tribu
que Juan Villoro ha celebrado. A ningún lugar del mundo le es negada la magia de dicho número. Aún bajo su actual régimen sobrecomercializado, al nivel de la cancha la combinación funciona una y otra vez, desafiando la razón.
Con creciente asco vemos cómo la FIFA –dueña universal del balón– resulta paradigma de los buenos negocios
en el capitalismo desaforado del siglo XXI, y con ello prueba de que todos tenemos precio, y si Qatar lo paga, Qatar se lo lleva aunque allá viva poca gente y ni futbol juegue, como no sean los albañiles migrantes. Cruel ironía del capitalismo: hasta hoy, unos mil 200 trabajadores de India, Nepal y Bangladesh han muerto en la construcción de los estadios, y se estima que para cuando llegue el Mundial de 2022 habrán muerto más de 4 mil trabajadores. Será un carnaval internacional en medio de la nada, una burbuja en el desierto, un Burning Man de lujo. Lo verá el que viva.
La corrupción de la cúpula escurre a las federaciones, las empresas transmisoras y patrocinadoras, los gobiernos, las casas de apuestas, las inmobiliarias. Los políticos rebuznan en nombre del futbol.
Pero la magia no se pierde. El 11 es sagrado y las redes bailan alegremente al caer el gol en un no sé qué que queda remeciendo.
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