H
ija del sueño y de la noche, la muerte señala el fin absoluto de la vida. Es el símbolo del no más, del hasta aquí, del se acabó y de esa perfecta democracia en la que todo es perecedero, en la que todo se reduce a polvo: en la democracia de los muertos.
La muerte es algo tan importante que la integramos a la vida. Con Posada baila y bebe, con Diego Rivera se engalana con las plumas de Quetzalcóatl o nos mira con sus cuencas vacías desde los cráneos de piedra de la colección del pintor.
Dice el poeta Carlos Pellicer que el pueblo mexicano tiene dos obsesiones: su gusto por la muerte y el amor por las flores.
Es festiva y dolorosa, la comemos en forma de calaveras de azúcar o nos aterra en los cráneos empalados de los tzompantli donde la muerte es pared, bandera, señal, cúmulo para unir lo alto con lo bajo, el alto cielo con el inframundo. Los cráneos de los tzompantli son cuentas que nos cuentan el cuento de los días. Un ábaco del horror, el símbolo de la suma de nuestro paso por el mundo.
De esa tradición viene nuestro Día de Muertos, pero Día de Muertos y día de la muerte son cosas distintas. El primero es un día para conmemorar, para recordar con los otros a quienes ya no están y reflexionar sobre la vida. El segundo es un día en el que la muerte riega la tierra con sangre y se siembran calaveras.
Los antiguos mexicanos ofrendaban en un cruento ritual la vida de los guerreros para alcanzar al sol. Morir así era un privilegio.
Nuestra sociedad en cambio ha reinventado la moral de los intereses, la de los deberes habría sido abandonada a los imbéciles, como diría Chateaubriand. Hacer que los intereses sean nuestra forma de convivencia y la forma básica de hacer política ha corrompido a tal grado distintas zonas de la sociedad que muchos confunden sus razones con la razón y la frialdad cínica con la virtud política. El haiga sido como haiga sido
parece un espectro multiplicado y el santo y seña de muchos.
Es verdad que la corrupción es un mal cultural de larga tradición entre nosotros. Como el cacao era una moneda entre los aztecas había listos
(hoy les llamarían pragmáticos) que le sacaban la pulpa a la semilla y la rellenaban con lodo. Y ni qué decir de los enviados por la corona española entrenados en quemar judíos en nombre del altísimo, previa expropiación de sus bienes.
La corrupción tiene una larga tradición (y no sólo entre nosotros) pero también es cierto que puede combatirse. Pero ahí si no bastan esfuerzos individuales sino acciones decididas por parte de quienes son representantes de los ciudadanos y servidores públicos. Los que tienen la capacidad y la obligación de combatirla.
Quienes ejercen su ciudadanía y desde ella luchan, corren el riesgo de ser asesinados como la doctora María del Rosario Fuentes Rubio que alertaba por Twitter de zonas de peligro, operativos y balaceras en Tamaulipas. Individuos, organizaciones sociales e instituciones internacionales como la Unesco demandan localizarla y castigar a los culpables.
Aunque por otros motivos, lo mismo ha ocurrido con los 43 normalistas de Ayotzinapa, víctimas mortales de esa sociedad de intereses.
La corrupción no se limita a la mordida para agilizar un trámite u obtener una prebenda. Los límites de la corrupción son crímenes y no buenas razones. Mientras la impunidad persista, la corrupción tendrá larga vida entre nosotros. No podemos seguir manejándonos con la lógica de los intereses que se reducen sólo al dinero.
De las peores cosas que se han dicho sobre los normalistas de Ayotzinapa es el pretender criminalizarlos por su miseria y sus demandas. Matar inocentes es monstruoso. Matar inocentes diciendo o insinuando que se lo buscaron es lo que pierde a la sociedad.
El interés de los pueblos prehispánicos por la muerte tenía que ver con el trascender. Era una reflexión sobre la vida. La muerte que aparece aquí y allá, en Guerrero, Tamaulipas, el DF o Morelos o el estado de México, en cambio es un llamado a que los intereses de unos, de otros o de quién sabe, decida sobre la vida. Más nos vale porque como cantaba Nezahualcóyotl Como una pintura nos iremos borrando. Como una flor, nos iremos secando aquí sobre la tierra...
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