P
ara que la cuña apriete: el reciente día de San Valentín el Met de Nueva York puso en escena y transmitió a todo el mundo un programa doble de historias de amor radicalmente distintas. Tan radical fue la diferencia que el resultado quedó trunco, una especie de medio programa doble. Para la primera parte de su doble cartelera, la Ópera Metropolitana de Nueva York puso en escena Iolanta, la última ópera de Piotr Ilyich Chaikovski. El único valor redentor de esta obra fue su estatus de auténtica novedad en la programación; por lo demás, resultó un bodrio soporífero. El libreto de Modest Chaikovski, hermano del compositor (que parte de una premisa interesante), es plano, anodino y carente de cimas dramáticas o narrativas; es tan malo el texto que después de la primera media hora de música y canto, no ha pasado absolutamente nada. Esta historia de una muchacha ciega que, redimida por el amor inesperado del camarada de su prometido, recobra la vista y se dispone a vivir por siempre feliz con su amado, bien podría contarse en la tercera parte del tiempo empleado por los hermanos Chaikovski. La puesta en escena de Mariusz Trelinski, que no tuvo absolutamente nada de buen teatro que ofrecer, osciló tediosamente entre Disneylandia y Cachirulo, con numerosos momentos muertos y poco o nulo desarrollo. Para colmo, la música que Chaikovski escribió para Iolanta es meramente utilitaria, académicamente correcta, sin una sola melodía memorable, sin un solo episodio con el empuje dramático que el compositor sí logró en algunas otras de sus partituras. En el rol protagónico, la soprano rusa Anna Netrebko (quien el miércoles se presentó en Bellas Artes) se vio limitada en una interpretación plana y sin matices; la voz sigue siendo de muy alto nivel, pero al parecer la cantante ha perdido las virtudes actorales que eran parte de su perfil de intérprete operística completa. La anfitriona de la transmisión, la mezzosoprano Joyce DiDonato, enfatizó varias veces el hecho de que se trataba de la primera representación de Iolanta en el Met, a 123 años de su estreno; las razones del tardío estreno quedaron meridianamente claras en esta pobre y olvidable función operística.
La tortura de ver y oír esta cansina ópera fue el precio a pagar por asistir, en la segunda parte del programa, a una muy lograda y satisfactoria representación de esa indispensable ópera del siglo XX que es El castillo de Barbazul, de Béla Bartók. Se trata de una obra de enorme poder dramático que con sólo dos personajes logra establecer y mantener en todo momento un alto grado de tensión, tanto en lo musical como en lo escénico. Los cantantes Nadja Michael y Mikhail Petrenko se apropiaron de esa tensión para crear a una Judith y a un Barbazul intensos, profundos y con numerosos matices tanto en el canto como en la actuación. Aquí, la puesta en escena (también a cargo de Trelinski) aprovechó los recursos técnicos para enfatizar la atmósfera opresiva y oscura de esta demencial y truculenta historia de amor escrita por Béla Balázs, perfilando con fuerza la omnipresente tensión erótica que caracteriza a la obra. Por su parte, el director concertador Valery Gergiev hizo una lectura de primer nivel de esta genial partitura que transita con fluidez entre el impresionismo y el expresionismo, en la que las fugaces pinceladas del Bartók nacionalista se funden imperceptiblemente con el inquebrantable espíritu moderno de la música. Gracias a la sólida conjunción de los elementos musicales y teatrales y al destacado trabajo de los cantantes/actores protagónicos, esta versión de El castillo de Barbazul logró expresar con la potencia necesaria todo lo que esta ópera tiene de mórbido y decadente, que es mucho.
Resulta, finalmente, que este espléndido Barbazul será todo lo que de ópera moderna pueda ver y escuchar en esta temporada el público de las transmisiones del Met, en el contexto de la incomprensible decisión de no transmitir la estupenda Lady Macbeth del Distrito de Mtsensk, de Dmitri Shostakovich, y de la suspensión (por presiones externas y autocensura) de la anunciada transmisión de La muerte de Klinghoffer, de John Adams.
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