N
o es un problema moral, es un asunto de salud, me dijo el doctor Eduardo Thomas. Eso me alivió bastante, pero la verdad es que también lo veo como un problema moral. Se desbarranca uno con frecuencia andando en eso de la tomadera. Y termina dañando a personas que quiere, arriesgándose en pleitos que a nadie le importan, caminando a deshoras por cualesquiera calles, en fin. Esta columna no es de moral, aunque por hoy lo parezca, es o debiera ser de poesía, de literatura. Bueno, el alcohol y el arte siempre han tenido sus conexiones. Lo que conocemos como la bohemia es suficiente prueba de ello. Y uno puede dejar la impresión de que si no toma no se considera artista y peor si, como es mi caso, se dedica a enseñar. Pone, deja un deplorable ejemplo. Y no falta quien lo siga. Hasta quien lo festeje. Quiero salvarme o por lo menos retirarme de esa impresión, y si fuera posible, ayudar con el cambio a otros. Mi vocación de enseñante, no sólo mi salud, me lo está exigiendo. Y qué sería de uno si no le cumpliera a su propia vocación.
Empecé este artículo sin decir agua va, pido por ello disculpas, pero cierta tendencia mía a explicar de más me contuvo. Y bueno, acaso no sea un artículo, sino una confesión. Aceptar mi condición de alcohólico (ah cómo se resiste uno a eso) y al mismo tiempo despedirme del trago. A la larga todo licor es amargo, para decirlo casi a modo de canción. Me retiro de ese personaje que a veces me suplía con creces y otras nada más me decrecía. La intensidad del que se mete a la ebriedad es muy engañosa. Por fortuna yo nunca he podido escribir, hablo acá específicamente de poesía, en ese estado. Pero a veces se me ha ocurrido dibujar y digo qué buen dibujo hice, lo que a la mañana siguiente no es una desilusión, es una miseria. Mas de cualquier manera hay el mito de la intensidad en el arte, mito tan socorrido como –tal vez, esto no lo sé bien– desinflable.
He hablado, por hoy (y me excuso de nuevo), de algo tal vez absolutamente personal, un poco desde el ensueño de que algún lector se vea en parte reflejado y lea en mis palabras algo de lo que tal vez se ha querido decir desde hace tiempo. El tono, sí, ciertamente moral, y yo en modo alguno soy moralista, me ha resultado inevitable. Ojalá en otros escritos, que no aparecerán, desde luego, en este espacio, pueda afinar el tono. Dar con el tono saludable, hablar desde la salud para, nada más, la salud. Gracias por escuchar.
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Ricardo Yáñez: IsocronÃas
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