M
e dio tanto gusto ver a Rosa al término de la fila que me abrí paso para acercarme a saludarla en el Museo de la Ciudad de México. El pasillo entre el conjunto de sillas en el patio central improvisado como auditorio era largo y ancho y el público formado en él avanzaba quizá demasiado despacio, de manera que el entusiasmo con el que en un principio cada quien esperó turno para felicitar al conferenciante se había ido convirtiendo en ansiedad. Yo ya había felicitado a Salman Rushdie y más bien buscaba la salida cuando mi mirada se cruzó con la de Rosa al fondo del salón. Me pareció que el gesto que ella hizo con la palma de la mano era un saludo dirigido a mí y que a ella también le gustaba encontrarnos en la multitud. Así que apenas la tuve enfrente la abracé. Sin embargo, al separarme para verla y preguntarle cómo estaba, dudé de que se tratara de Rosa. El silencio que siguió a nuestro abrazo, la sonrisa que se diluyó en la expresión de la mujer que me veía me indicó que a su vez ella dudó de que yo fuera quien ella creía que era. Me retiré confundida.
Una semana más tarde me sucedió algo parecido en el café de la Librería Gandhi en Miguel Ángel de Quevedo y Paseo del Río. Buscaba mesa cuando me pareció que quien dejaba libre la que tenía sombra debajo del hule era Óscar. Pero, ¿era él? Lo recordaba más alto, o probablemente más fornido, ¿o dudaba que fuera él porque no lo acompañaba Beatriz? A Óscar no lo había visto con sombrero nunca. Estaba por sentarme sin saludarlo cuando él me saludó a mí, sólo que lo hizo dubitativamente, como no me había animado a hacerlo yo, como no nos habíamos atrevido a hacer Rosa y yo, Rosa o quien fuera a quien saludé. Óscar me preguntó si yo era yo. Y los dos nos excusamos lo mejor que pudimos por haber dudado de que fuéramos quienes somos, quienes siempre hemos sido.
Esta incertidumbre se agrava en mí como en todo tímido. Y, aún más, en los tímidos que a través de los años nos hemos ido esforzando por dejar de serlo y corrimos a saludar a alguien que nos dejó con la mano tendida. Bueno, y si el tímido es mujer el asunto empeora, pues a la inseguridad se le imponen las buenas maneras, que nos impiden ser quienes demos el primer paso.
Como me sucedió cuando creí reconocer a Eduardo en la sala de espera del oftalmólogo. Él platicaba con una chica a su lado y no me pareció propio ser quien tuviera la iniciativa de saludarlo a él, a pesar de que su acento aumentó mi certeza de que se trataba de Eduardo. Pensé que si él me reconocía a mí y me saludaba, a su compañera no le molestaría la interrupción. Lo cierto fue que se cruzaron nuestras miradas, pero él dudó de que yo fuera quien soy, pues tampoco me saludó.
Ayer salía del banco de pagar mis impuestos cuando, acompañado por un amigo con quien conversaba, entraba quien casi sin dudarlo supuse que era Rafael. Así que casi desinhibida, me animé a interrumpir su conversación para saludarlo. Pero el hecho de que él frunciera las gruesas y grises cejas al contestar mi saludo, me indicó que lo había hecho por cortesía y no ¡Ay! porque él me hubiera reconocido a mí.
Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Somos los que siempre hemos sido? Si se lo preguntara, no sé qué contestarían Rosa, Óscar, Eduardo o Rafael, pero por lo que hace a mí puedo decir que he sido muchas y que ahora soy otra. Y que así es como te saludo, mundo, perfecto como eres, imperfecto.
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